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lunes

romanticide

Waiting_by_My_WindowEl título de aquel libro llamó poderosamente mi atención. Un pequeño y algo ajado tomo encuadernado en piel, de color rojo oscuro, con solemnes letras góticas. Había ocupado durante tantos años su lugar en la estantería, que prácticamente había dejado de existir. Pero en la calle llovía copiosamente, y melancólica, mi mirada se dedicó a vagar por la habitación hasta detenerse por fin en él. Lo tomé entre mis manos con cuidado, acaricié sus lomos, intentando frenar de ese modo en mi mente los recuerdos, que apresurados, pugnaban por escapar.

No era la truculenta historia de amores imposibles y muerte que contenía lo que traía a mi pecho, después de tanto tiempo, el dulce pesar de la nostalgia, sino el insólito modo en el que aquel texto llegó un buen día mis manos. No creáis por ello que os voy a relatar una gran historia de amor, si acaso tan sólo un suceso, un simple instante que marcó mi existencia, y que ahora, cuando mis cabellos se han revestido por fin del blanco y mi piel es la triste y gris sombra de lo que una vez fue, todavía guardo en el alma como un tesoro y revivo con la misma intensidad que mi joven corazón poseía en aquel momento. Y por ello os digo, ahora que el tiempo me ha regalado el suficiente entendimiento: “Qué la suerte nos guarde a todos de una vida sin romanticismo”.

Fue una tarde de finales de noviembre, tenía diecinueve años y estudiaba mi primer curso de Historia del arte. Vivía en una pequeña residencia junto a la universidad. En la calle comenzaba a chispear; a pesar de ello decidí acercarme al centro para recoger unos libros de texto que llevaba tiempo esperando. Cogí la mochila, me enfundé la capucha lo mejor que pude y salí decidida a enfrentarme contra cualquier temporal. Me arrepentí de aquel pensamiento en cuanto salí a la calle: oscuras y compactas nubes de tormenta amenazaban en el horizonte, el aire hedía a electricidad y el viento sacudía sin piedad los edificios; sin embargo lancé una silenciosa súplica al cielo y eché a andar sin pensármelo dos veces. Al llegar a la tienda me encontraba helada y calada hasta los huesos. Recogí los libros, envolviéndolos bien en la bolsa de plástico, y los metí en la mochila. En la callé se escuchó el primer trueno, a pesar de ello y haciendo caso omiso de todo pensamiento lógico que me indicara que la mejor de las alternativas era sin duda, esperar a que escampase, eché a correr de nuevo intentando protegerme bajo las cornisas sin demasiado éxito. Me detuve exhausta cuando aún no había recorrido ni doscientos metros, llovía cada vez con más violencia y los libros comenzaban a peligrar. Fue aquel pensamiento lo único capaz de hacerme recapacitar. Miré a mi alrededor, el estruendo sordo del agua golpeando el asfalto lo invadía todo. Al final de la calle, a la derecha, confluyendo con la plaza estaba la Catedral. Movida más por un impulso interior que por otra cosa escapé hacía allí. Bajo la amplia balaustrada de entrada a la iglesia no había ni un alma. Me desembaracé de la mochila e intenté sacudirme toda el agua que pude. Tenía frío, me castañeteaban los dientes y apenas sentía las extremidades. Transcurrieron unos minutos eternos en los que la lluvia caía cada vez con más saña. Precisamente, cuando el cielo parecía haber decidido desplomarse por fin, observé cómo una figura se acercaba corriendo a largas zancadas por mitad de la plaza. Llegó a tanta velocidad que estuvo a punto de estamparse contra una de las columnas. -¡Otro valiente!- pensé para mí. Pero la sorpresa llegó cuando mi compañero de fatigas bajo la lluvia se deshizo de la capucha que me ocultaba su rostro.

No puedo decir que nos conociésemos aunque así era. Es curiosa la forma en que los observadores parecen sentirse seguros al amparo de sus aparentemente inocentes miradas, que ningún mal hacen a nadie; pero las miradas hablan más que las palabras, delatan más que los hechos y entre nosotros se había instalado aquel especial y desnudo lenguaje, del que hacíamos uso en los pasillos de la biblioteca, en la calle o cada vez que nos cruzábamos. Su extrema timidez y mi desconfianza natural se encargaron de hacer el resto del trabajo.

Después de sacudirse el pelo y dar unos cuantos saltos para entrar en calor, cayó en la cuenta de que tenía compañía. Limpió las gafas con la camiseta que llevaba bajo el jersey y se las ajustó muy despacio, calibró un poco la vista y miró en mi dirección. Le sonreí y me devolvió la sonrisa. Los minutos que siguieron resultaron bastante embarazosos, ninguno de los dos se atrevió a decir nada, nos esquivábamos la mirada como si los ojos nos quemasen. En aquellos momentos mi mente bullía: qué hacer, qué decir, cómo comportarme, pero de lo único que tenía verdadera conciencia era del transcurso del tiempo, y de que en cualquier instante podría llegar alguien o tal vez, dejar de llover, sin que hubiéramos hecho o dicho absolutamente nada. Por eso me acerqué a él dispuesta a decirle lo primero que se me pasara por la cabeza.

Pero al verme avanzar él comenzó a alejarse. Me detuve en seco, intentando adivinar qué sucedía; él continuó retrocediendo, paso a paso, mirándome fijamente. Se quitó las gafas y las guardó con delicadeza en la chaqueta. Apartándose lentamente de la protección del techado, pronto las gotas de lluvia comenzaron a precipitarse sobre su cuerpo resbalando por su pelo hasta su cara, como si fueran lágrimas, aunque no lo eran. Entonces me di cuenta: sonreía, me sonreía a mí.

Corrí hasta él sin pensármelo, sentía la lluvia tan fría como la escarcha aguijoneándome la piel, apenas podía abrir los ojos. Parecíamos dos locos, callados, sonrientes, el uno frente al otro. Un relámpago cruzó el cielo, los dos miramos en aquella dirección al mismo tiempo, el trueno hizo que temblaran los mismísimos cimientos de la tierra. En aquel momento pensé que me besaría, deseé que lo hiciera con todas mis fuerzas. Él se limitó a acariciarme con suma ternura en la mejilla, y a susurrar algo que no fui capaz de entender. El tiempo se detuvo para nosotros.

Tal vez unos minutos o apenas unos segundos después, retiró la mano de mi cara. Protegiéndolo con su cuerpo, sacó del bolsillo interior de su chaqueta un pequeño libro rojo y lo puso entre mis manos mojadas. Me dedicó una última caricia y salió corriendo, a toda velocidad, a través de la plaza completamente vacía sin mirar atrás.

Con el libro en mis manos fui a refugiarme a los soportales y le contemplé una última vez mientras desaparecía. The_rain_by_OjosVerde

Creedme si os digo que todavía me persigue su imagen. Allí, en mitad de la tormenta, con la lluvia apelmazándole el largo y oscuro cabello contra la cara… y aquella mirada profunda e indefinible. Parecía un personaje sacado de una novela. Es cierto que no hubo beso, pero tal vez hubo mucho más.

Pensaréis que esto no es una historia de amor, y ciertamente no lo es en absoluto, y diréis, “bien, alguien, una tarde de noviembre hace muchos muchos años te regaló un libro ¿y qué?” Pero no es eso lo que trato de expresar. Pues ya no importa si nuestros destinos terminaron enlazados o no, no cambia un ápice de su valor que nunca más volviéramos a hablar o a vernos. He vivido en ésta varias vidas, y como es justo, ha estado llena de cosas buenas y malas: he sido madre y he estado enamorada, he visto estrellas fugaces como pájaros dorados cruzar el firmamento, he hecho el amor sin más música que el rumor de mar y sin más luz que la de la luna creciente, también he conocido la muerte. Pero sólo ahora sé, después de tanto tiempo, que es el corazón el que elige y la memoria la que obedece. Que son esos pequeños instantes, aparentemente insignificantes pero únicos, que se grabaron a fuego en el alma, los que llevamos siempre con nosotros, como una marca, y que a veces, toda la magia y la intensidad de la creación puede esconderse en el más pequeño de los granos de arena.

Al hilo de la iniciativa de "El cuentacuentos"

Fotografía 1: Kedralynn Fotografía 2: OjosVerde

Creative Commons License No al corta y pega!

domingo

de entre los libros...

library_by_spacemurqComo todo lo importante, ocurriste de repente. Trato de hacer memoria y creo que así suelen ser las cosas en la vida, simplemente suceden; aunque quizás sobre cuestiones vitales, yo sea el menos indicado para hablar.

Recuerdo, aunque en realidad ya no pueda recordar, que llovía a cántaros. La gente desfilaba frente a los ventanales de la tienda, encogida y apresurada. Como tú, fue un chaparrón tan inesperado, que apenas se veía algún que otro paraguas. Y seguramente, sin más motivo que el de intentar guarecerte del diluvio universal, entraste.

“Vaya” me dije, aunque yo no hable, “está empapada, pobrecilla”. Después cambie de opinión: de pobre, nada. Llevabas varios mechones de pelo pegados a la cara, temblabas y estabas bastante pálida (aunque siempre lo has sido ¿verdad? además de delgada, “como un fantasma” que diría la gente), sin embargo miraste a tu alrededor como si nada, como si en la calle hiciera un día perfectamente soleado y espléndido, y muy sonriente, saludaste a todo el mundo con un sonoro y penetrante “Hola!”. Me hizo gracia, conseguiste que los parroquianos despegaran por fin los ojos del libro que hojeaban, y buscaran con la mirada, con el mismo interés de quien percibe un insecto en las proximidades, con esa mezcla de repulsión y curiosidad. Te lo aseguro, fue muy divertido.

¿Sabes? Los de nuestra especie somos criaturas de costumbres, es algo que irás descubriendo sobre la marcha. A algunos les da por las casas abandonadas, a otros por los cementerios, incluso, aunque no te lo creas, por los garajes… porque son oscuros y solitarios tal vez; pero a mí, que siempre he sido un tanto diferente, me gustan las librerías; me encuentro bastante bien entre libros. Si me preguntas por qué, no sabría qué decirte. Pero por mucho que me gusten, todavía no he conseguido entender la manía que tiene la gente de comportarse en ellas como si se tratase de una iglesia; todos hablan en susurros y caminan silenciosos entre las estanterías, absortos y completamente concentrados. Las librerías deberían ser lugares donde las personas charlasen e intercambiasen opiniones… sería mucho más interesante, o por lo menos, me lo haría más interesante a mi, que al fin y al cabo, me paso la existencia en ellas. Así que comprenderás, que una aparición como la tuya, como mínimo, le alegra a uno la tarde.

Por eso empecé a seguirte. Comenzaste echando un vistazo en la zona de botánica. Por lo que pude observar, creo que te interesabas por el cuidado de bonsáis (¿Eso te dice algo? ¿no? bueno, continúo). El caso es que percibiste en seguida mi presencia, aunque me ignoraste completamente. Yo debí haberme dirigido a ti desde el principio, pero como tu reacción logró, sinceramente, desconcertarme, decidí aguardar a ver qué hacías (discúlpame, pero en nuestras circunstancias, uno no siempre encuentra algo en qué entretenerse). Continuaste caminando, deteniéndote esporádicamente para leer algún título, y de paso, dirigirme una rápida y disimulada mirada. Yo intentaba actuar con toda la naturalidad posible, pero me temo, que eso es algo que no está ya en mi condición. Sospecho que seguimos así bastante rato, y sucedió, supongo, lo que tenía que suceder. De pronto, te dirigiste a toda velocidad al mostrador, donde Paul (que así se llama el dependiente, ya lo irás conociendo) tecleaba en su ordenador.

-Por favor – le dijiste bastante alterada- ¿Sería tan amable de llamar a la policía? Ese hombre de ahí me está acosando.

Obviamente “ese hombre de ahí” era yo. Pero Paul continuó escribiendo como si tal cosa.

-¡Oiga!- gritaste- ¡Qué le estoy hablando!

Por un instante, Paul te miró a los ojos algo confuso, pero no tardó en regresar a su pantalla y continuar trabajando.

Te diste la vuelta y miraste a tu alrededor, perpleja. La gente permanecía abstraída en sus cosas.

-¡¡¿Hola?!!-¡¡¿Hola?!!

-¡¡¿Es que nadie me escucha?!!

Te costó mucho trabajo admitir que nadie te escuchaba y que únicamente era yo quien te prestaba atención. Cuando por fin te callaste, para romper el hielo, y sintiéndome bastante estúpido por cierto, hice un amago de sonrisa e intenté decirte algo; pero debo estar ciertamente desentrenado, porque pusiste cara de auténtico terror, y saliste corriendo sin decir nada más. De hecho, hasta hoy no he vuelto a verte.

Espero que todo esto te haya servido de ayuda.

- Y dime ¿Cuándo te diste cuenta?

La muchacha permaneció pensativa unos momentos.

-Hace poco creo. Cuando descubrí que nadie más me veía.

-¿Y el hecho de no tener que utilizar las puertas como todo el mundo no te resultó… significativo?Ghost_by_emeraldiris

Ella le miró fijamente, pero no contestó.

-¿Y qué crees que me pasó?- dijo por fin.

-Bueno, no sé. Aquella tarde pasaron varias ambulancias frente a la tienda. Pudo ser cualquier cosa. Tal vez te atropellaron, o fue un suicidio.

La expresión de la chica no delató ningún sentimiento.

-¿Y tú qué fuiste cuando estabas vivo?- comentó, cambiando de tema.

-En realidad no me acuerdo. Tengo la sensación de que hace mucho de aquello… ¿Y tú, te acuerdas de algo?

-Tampoco.

-Vaya, qué pena. Pareces una chica interesante.

-¿Sí? ¿Tú crees?

El fantasma asintió.

-¿Y crees que me gustarán las librerías?

-No sé. Pero te aseguro que son más entretenidas que los garajes.
Al hilo de la iniciativa de "El cuentacuentos"

Fotografía 1: Spacemurq Fotografía 2: Emeraldiris

(Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.)

lunes

III/X/MMV

“Nunca he sabido hacer el equipaje ¿Sabes a lo qué me refiero? No es que no tenga paciencia para doblar bien la ropa, o que sea tan descuidada que meta en la maleta lo primero que se me ocurre, olvidándome de lo más importante. No, no es eso… lo que sucede es que se me dan muy mal las elecciones: Escoger es prescindir. ¿Qué llevarse? ¿Qué dejar? Es algo más profundo que la mera indecisión, más oscuro y difícil de comprender. ¿Cómo saber lo que uno necesitará en un viaje del que nunca regresará? Hay quien dice: llévate tan sólo lo bueno, deja atrás lo demás. Pero yo no les escucho. No entienden que los días pasarán, y con ellos, el tiempo pulirá los contornos de nuestros recuerdos (de todos, de los buenos, de los malos) aderezándolos con pequeñas dosis de imaginación, muy sutilmente, y nuestra memoria, siempre tan quebradiza y engañosa, se encargará de hacer el resto. Es cierto que podemos decidir qué salvar entre lo acontecido, pero en el fondo, nos pasamos la vida cargando con un equipaje ficticio…

¿Entiendes lo que trato de decirte? No. Ya sé que no.

Trataré entonces de explicarme: me marcho. Sé que lo sabes, que lo sabías mucho antes de que yo, por fin, lo decidiera. Te conozco, y tal vez ese pensamiento no haya aparecido como tal en tu mente, ni lo has dicho siquiera en voz alta. Pero la “sensación” ha estado ahí desde hace mucho tiempo. Lo sé porque te veía; aunque fuera duro, te observaba. A pesar de que llegó un momento en que aparentemente dejaste de prestarme atención, yo cada noche me acostaba a tu lado, agazapada en un rincón de tu cama, muerta de miedo, pero alerta.

Por eso no voy a darte explicaciones, las razones las conoces tan bien como yo. Las conocen las paredes y los muebles de nuestro cuarto, las conocen los vecinos y casi todos nuestros amigos. No quiero transfigurarlas en palabras, no necesito darles más entidad de la que ya poseen, porque he decidido marcharme lo más ligera posible: allá donde voy, no me llevo ni lo bueno. Dejo para ti las mariposas en el estómago y los escalofríos. Y lo hago sin pena, no te creas. Para mí, son tan sólo ya los recuerdos de los recuerdos… quién sabe, después del tiempo y lo ocurrido, si aquello sucedió alguna vez, al menos tal y como mi memoria lo recoge. ¿Y lo malo? también te lo dejo. Es justo ¿no crees? En realidad son lo mismo, recuerdos de recuerdos… pero después del tiempo y lo ocurrido, no quiero empezar a dudar de nuevo si sucedieron una vez (nunca he sentido peor incertidumbre que esa).

Ahora puedo mirar mis cicatrices y saber lo que pasó. Pero donde voy se borrarán, y no habrá nada, nada que me los recuerde.

Nada que me recuerde a ti.

p.d. ¿Esperabas reproches? ¿Qué te despreciara? ¿Qué te maldijera por todo lo que hiciste? No lo haré. No serán esas mis últimas palabras en este mundo, creo ya te dejo suficiente equipaje”

pirifool III

Una suave brisa acariciaba la hierba y hacía que el papel se agitase entre sus dedos. De repente le resultó extraño escuchar tanto silencio. Miro a su alrededor; las primeras hojas de los árboles comenzaban a caer con cierta languidez. Sobre el verde intenso, eran como una delicada lluvia rojiza, que iba tiñendo poco a poco el mármol lechoso de las tumbas, el suelo entre las losas. Los días se acortaban gradualmente, pero aún no hacía frío; sin embargo él, no podía dejar de temblar.

La había recibido unos días atrás; fue una suerte que el cartero se la hubiese entregado en mano. No necesitó mirar el remite, la caligrafía era inconfundible. La tarde que la encontraron, revolvieron la casa durante horas en busca de una nota de despedida. Le advirtieron que cabía la posibilidad de que apareciera en cualquier otro lugar, sobre todo en el caso de que lo hubiera planeado con tiempo. “Y así es”- Pensó.

Nunca había conseguido comprenderla, ni siquiera ahora que estaba muerta. ¿Por qué demonios no había dejado la carta cerca de su cadáver como hacía todo el mundo? Siempre tan inaccesible y confusa; siempre cuestionándole y haciéndole sentir inseguro y mediocre, hasta el final, incluso después.

Desde aquello, llevaba varios días con un extraño nudo en el estómago, llegó a pensar que podría tratarse de culpabilidad, algo a lo que no estaba acostumbrado ¿Pero por qué?- se preguntaba. Todo lo que había hecho por ella había sido por amor, siempre la había cuidado, sin embargo… Sin embargo ella se mataba y le mandaba una carta desde los infiernos, donde sin duda en aquel momento debía estar consumiéndose por su ingratitud.

Rajó el papel en mil pedazos, con rabia, y los arrojó sobre la tumba. El viento los hizo volar y dispersarse en todas direcciones, pero uno de ellos fue a enredarse entre las flores de plástico que él mismo le había llevado. Con cierta inercia se agachó para desprenderlo: ”Nada que me recuerde a ti”, decía.

Sintió de nuevo aquellas ganas… mezcladas con un cierto alivio de que por fin estuviera muerta. Era un consuelo que ya no pudiera molestarle más. Dejó caer el trozo de papel al suelo, y echó a andar, asegurándose de pisarlo con fuerza antes de continuar.

Mientras caminaba el viento pareció arreciar de pronto, las ramas de los árboles iniciaron un impetuoso baile. Aceleró sus pasos por el camino empedrado deseando ver la puerta de salida lo antes posible: sentía la repentina necesidad de marcharse enseguida de allí. A su alrededor todo cambió; los jarrones llenos de flores se volcaban y caían al suelo con estrépito, las cartas y las viejas fotos volaban junto con los pétalos arrancados, arrastrados por las fuertes corrientes de aire. No quedaba nada en absoluto de la paz que se respiraba minutos antes. Miró hacía atrás; un inmenso remolino de viento y hojas se acercaba velozmente directo hacía él. Sintiéndose bastante pueril, echó a correr, viendo por fin la puerta a lo lejos. A pesar de ello, aquel barullo le alcanzó cuando apenas le quedaban unos metros.

Los ojos se le llenaron de polvo y tuvo que detenerse. Él viento le azotaba con tanta violencia que parecía querer despojarle de la ropa. Las hojas se le enredaban en el pelo y le arañaban la piel. Cubriéndose la cara con los brazos, intentó abrir un poco los ojos en medio de la confusión. Comprobó que se encontraba justo en el centro de aquella violenta turbulencia: su cuerpo parecía estar en el ojo de un huracán. Mil objetos que no conseguía identificar pasaban volando ante él. Intentó avanzar pero sus pies no respondieron, no supo qué era lo que le detenía, tal vez fuera la fuerza del viento o tal vez otra cosa. Intentó alzar la vista para situarse y pedir ayuda, pero apenas podía ver más allá de sus manos. Intentó gritar, pero el ruido era tan ensordecedor que no era capaz de escuchar sus propios alaridos en mitad de aquella locura, ni siquiera, de entender sus delirantes pensamientos. Empezó a perder la consciencia pocos instantes después, a medida que el terror iba rindiendo sus miembros uno a uno. Paralizado por la angustia, se abandonó en aquella atronadora espiral, y por fin, tan sólo hubo oscuridad.

...

.

Hacía una tarde soleada y agradable de principios de octubre. El vigilante fue a hacer su ronda rutinaria antes de echar el cierre, como cada día. Lo encontró tirado en el suelo, muy cerca de la entrada principal. El hombre, en medio de lo que parecía una especie de colapso mental, balbuceaba una serie de palabras inconexas. Sobre su cuerpo y a su alrededor, había pequeños trozos de papel, como si alguien le hubiera arrojado encima una carta rota en mil pedazos.

Al hilo de la iniciativa de "El cuentacuentos"

Fotografía: Pirifool

(Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.)

martes

En la oscuridad se ven mejor ciertas cosas...

Hay en mi una mujer que no conozco.

Alguien que vela en mi largo viaje bajo mi piel aletargada, usando esta como quien se pone un vestido que le viene pequeño. Un corazón inflamado de visiones inagotables que junto al mío late, imprimiendo un ritmo diferente a mis arbitrarios sentidos. Una sangre que fluye ligera por mis venas, inspirando de forma secreta mis miembros e incluso mi voluntad. Una sombra ebria de vida y sensaciones que he rehuido desafiar siempre, pues su fuerza me doblega, intentando inútilmente abandonarla en el olvido, castigándola a base de indiferencia, negando obstinada su realidad, tan incuestionable si cabe como la mía propia.

Sin embargo actúo como su cómplice, aunque todavía no me ha revelado su nombre. Por las noches, justo antes de dormir, creo escuchar su voz en mi cabeza tarareando dulcemente canciones en una lengua extraña que nunca antes oí, pero que comprendo; musita historias del pasado, misteriosas y lúgubres que me estremecen. Me susurra secretos que nadie conoce, tan sólo ella. Hace que considere lo que yo sola nunca habría advertido. Me lleva allí donde nadie antes me ha llevado, donde nunca me aventuraría, a lugares con los que sueño, que temo, que desconozco y que, al mismo tiempo, anhelo conocer. En su compañía he paseado por mis infiernos privados, he caminado sin descanso por tierras exuberantes y baldías, he subido al mismo cielo y he mirado el mundo desde allí. De su mano he recorrido toda clase de laberintos bajo la piel, me he adentrado con paso seguro en la oscuridad de otras mentes, de otros corazones, y de esa forma, se me ha revelado la verdad del mío. He encontrado respuestas que no esperaba a preguntas que creía perdidas. He experimentado con intensidad la fugacidad del tiempo, observado lo engañoso de las palabras, de las opiniones, de la apariencia de las cosas. Gracias a ella he cerrado los ojos, he respirado hondo, y he podido ver.

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Todo gracias a ella que en el fondo es el fuego que arde en mis entrañas, el calor que aviva mis decisiones, mi carácter y mi espíritu. La culpable de todos mis aciertos y de alguna de las equivocaciones de las que más he aprendido. La que me enseñó el placer de abandonarse, de dejarse llevar y de guiarme por mi instinto. La dueña y señora de los abismos donde a veces me gusta asomarme para sentir realmente lo que es estar viva.

Es todo eso, mucho más, y aún así sigue siendo una desconocida.

No sabría expresar el porqué de esta constante lucha, en la que yo siempre, de una u otra forma, salgo perdiendo; qué resorte automático se acciona dentro de mí cada vez que me sorprende apareciendo en algún reflejo, enfrentándome con sus ojos como hogueras. No entiendo lo que trata de decirme, sólo sé que no es de las que se rinden fácilmente; nunca permitirá que me olvide de ella, y es gracias a esa certeza que mi vida conserva algo de sentido.

Fotografía: Melora (Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.)

lunes

La dama en el espejo ( 2ª parte )

Masquerade_by_asialivY allí estaba, entre sus manos temblorosas, la pequeña tea con la que Hannah encendería los aros de fuego a través de los que saltaría el acróbata. La habían elegido entre el público y la niña había accedido encantada, por supuesto secundada por la atenta mirada de su abuela que sabía lo insensato que era dejar que la pequeña se acercase a cualquier tipo de fuente de calor. Muy despacio, y de forma sorprendentemente ceremoniosa, arrimó la llama a la superficie impregnada de combustible: el resplandor dorado se extendió como una exhalación. Cuando los tres aros estuvieron prendidos, la gente aplaudió.

Mientras tanto, Jack seguía perdido en los ojos de la mujer enmascarada, que continuaba paseando entre el gentío aparentemente serena, pero a la vez alerta, procurando que no cesara entre ambos el contacto visual. En su corta existencia nunca había experimentado nada parecido, los mayores no solían llamar su atención; pero a pesar de que no había visto a aquella mujer antes, algo en su enigmática expresión, en su forma de sonreír, le resultaba insólitamente familiar. Pensó en su madre, mil veces le había advertido acerca de los desconocidos, él trataba de no descuidar todas las cosas que ella le había enseñado. Aún así, aunque en muchas ocasiones hasta él lo olvidara, Jack era un niño, un niño muy pequeño, y por esa misma razón la curiosidad solía ganar la partida a cualquier otro tipo de consideración. Además, la situación era propicia pues su abuela apenas le vigilaba, estaba demasiado pendiente de la atolondrada Hannah, a la que sujetaba protectoramente de los hombros, mientras la niña festejaba y reía ajena a todo.

-¿Eres Jack?

Aquel susurro, procedente de algún lugar a sus espaldas, le sacó de forma repentina de sus pensamientos. Se dio cuenta que durante un instante la había perdido de vista; antes de volverse, supo que era ella.

-Tengo un recado para ti.

Sus palabras le impresionaron tanto como su presencia y su voz, que era como la miel al deslizarse por la garganta. Estaba ligeramente inclinada para acomodarse a la altura de sus ojos, y tenía una jovial expresión dibujada en la cara.

-Dile a tu abuela que regresarás enseguida y sígueme.- Y sin decir más, la mujer desapareció entre la muchedumbre.

Jack apenas tuvo tiempo de pensar, se limitó a tratar de convencer a su abuela para que lo dejase marchar, asegurándole que iría a comprar un dulce para Hannah y que volvería enseguida. Parecía preocupada, pero finalmente accedió. Allí le esperarían.

El pequeño salió corriendo, temía haberla perdido. El gentío se agolpaba para ver los distintos espectáculos, él los sorteaba como podía. De puntillas indagaba entre los rostros de la gente en busca de aquel semblante enmascarado. Por fin distinguió la figura de la mujer al final de una de las arterias principales de la feria. Parecía esperarle, quieta y tranquila, sin embargo el corazón de Jack comenzó a latir con fuerza a medida que se aproximaba.

Su sonrisa inalterable lo cautivaba, y a la vez, lo intimidaba un poco.

-Me alegro de haberte encontrado tan pronto Jack. Su voz volvió a estremecerle. Las luces doradas le pulían la piel, que brillaba como la cera acentuando su palidez.

-¿Cuál es ese recado? Acertó a preguntar. La mujer sonrío misteriosamente.

-Para saber de qué se trata tendrás que seguirme… -Jack dudó un instante mirando a su alrededor con inquietud.- ¿No tendrás miedo?... Oh, no temas… no tienes nada que temer.

De cerca la máscara dejaba a la vista sus ojos, que eran de un intenso verde esmeralda, como la hierba reciente, un color que Jack nunca había contemplado en la mirada de nadie. Aquellos ojos, la dulce tesitura de su voz, su apacible gesto y su misteriosa apariencia, lo hipnotizaban sin remedio.

-Ven, debemos apresurarnos, no queremos que tu abuela se preocupe ¿verdad?. Tras decir aquello la mujer echó a andar. Jack la siguió sin rechistar.

Caminaron poco tiempo, tomaron una estrecha callejuela en dirección a una de las atracciones menos concurridas y más apartadas de la feria. En lo alto, una azulada luz de neón la anunciaba como La Casa de los Espejos.

-Bien, a partir de ahora tendrás que seguir tú sólo. –Sacó de un bolsillo un pequeño ticket e hizo un gesto en dirección a la puerta, donde un hombre muy viejo con un parche en un ojo leía tranquilamente el periódico. Lo puso en la mano de Jack, que observaba intrigado.- No te preocupes, si me necesitaras yo iría enseguida. Y ahora, adelante. No tengas miedo.

Jack no tenía miedo, cerca de ella se sentía tranquilo. Antes de echar a andar, preguntó:

-¿Puedo ver tu rostro?

-No es mi rostro lo que necesitas ver pequeño- La mujer le acarició con dulzura la mejilla, en su expresión había una ternura infinita.- Una cosa más, cuando estés dentro, no debes pronunciar ni una sola palabra. ¿Te acordarás?

Aunque no comprendió el significado de aquello, el niño asintió. Sonrió tímidamente a modo de despedida y se dirigió sin más demora hacía la puerta, donde entregó el ticket al viejo, que con un gruñido incomprensible accionó la palanca que desplegó el hueco de la entrada. Tras ella, la oscuridad era casi total, un tenue reflejo blanquecino parecía aproximarse desde muy muy lejos. Jack se adentró en las sombras sin mirar atrás.

Caminó entre tinieblas durante varios minutos, intentaba orientarse tanteando las paredes que lo flanqueaban. Al parecer avanzaba a través de una serie de angostos pasadizos. Por fin aquella fantasmal luz, si es que se podía denominar así, fue haciéndose cada vez más perceptible, hasta que se encontró en una estrecha cámara completamente iluminada. En ella había dos pequeñas puertas cerradas pensadas para alguien de su tamaño; en una, de color azul cielo, en grandes letras negras y brillantes, había escrito: “pasado”, mientras que la otra, de color verde hoja, decía: “futuro”. Jack no se lo pensó dos veces y atravesó la puerta de color azul.

Detrás, había una enorme sala cuajada de espejos de distintos tamaños y formas. El suelo y el techo también estaban compuestos de translúcido azogue. Algo desorientado, comenzó a andar rodeado de decenas de curiosos reflejos de sí mismo; mientras caminaba intentaba comprender inútilmente la disposición de aquel lugar, que visto desde fuera parecía muchísimo más pequeño. La mayoría de los espejos deformaban su figura; en unos, era mucho más pequeño, en otros, parecía una persona mayor, casi anciana. Algunos le mostraban su imagen vuelta del revés, inclinada en diversos ángulos, incluso moviéndose al contrario de la realidad. Los había de diferentes colores, con las superficies ondulantes y lisas, a veces tan opacas que apenas podía verse reflejado en ellas. Otros, que parecían elaborados en plata líquida, cristalinos y brillantes, no le devolvían figura alguna, era como si hubieran sido fabricados para reflejar la nada.

Siguió avanzando y al final de la sala uno de ellos, de gran tamaño, llamó poderosamente su atención. Parecía inundado de una luz dorada, como si fuera una ventana a través de la que entrase el sol de la mañana. Estaba ligeramente apartado del resto. Jack se situó frente a él.

Vio su propia sombra resplandeciente, blanqueada por un brillo muy luminoso que parecía envolverlo. Miró a su alrededor en busca de aquella claridad, pero no la encontró por ninguna parte. Curioso, acercó su mano lentamente, el espejo parecía desprender una dulce calidez. Al rozar con los dedos la delicada superficie percibió una leve sacudida que lo recorrió de arriba a abajo llenándolo de un agradable bienestar. El niño alzó la mirada esperando encontrarse con sus propios ojos, sin embargo encontró otros, los de su madre. Aquellos ojos del color azul pálido del cielo, le miraban desde el otro lado llenos de amor.

La sorpresa fue tan inmensa, que muy al contrario de lo esperable, Jack permaneció inmóvil, incapaz de pestañear. Mientras, ella le sonreía con dulzura; parecía tranquila y feliz, muy diferente a la última vez que la vio. Adivinando lo que a continuación haría su hijo, se llevó con ligereza un dedo a los labios: “Shhhhh” susurró, pero aquel murmullo no fue audible, Jack lo tuvo que escuchar con el corazón. Recordó que no debía pronunciar ninguna palabra. Sin embargo la mirada de su madre pareció ensombrecerse y supo que apenas les quedaba tiempo. Con un gesto ella le indicó que acercase de nuevo la mano al espejo. La superficie, caliente, se reblandeció al tocarla. Al mismo tiempo, al otro lado, la mano de su madre rozaba aquella misma zona. Jack sintió de pronto el tacto frío y el peso de algo en ella. Era un espejo ovalado, minúsculo, del tamaño de un broche, con un fino marco de plata labrada. Emitía un suave destello.

La figura de su madre comenzó a desvanecerse poco a poco, y por primera vez aquella noche, el niño sintió miedo. Sin embargo ella continuaba sonriendo, y su cara era el reflejo de una inmensa paz. Mirándolo a los ojos puso la palma de su mano sobre el cristal. Jack puso la suya encima; e hizo todo lo posible por intentar sonreír mientras su madre volvía a desaparecer para siempre.

The_Grey_Lady_by_DellessannaEsperó unos instantes, inmóvil, con la mirada clavada en su propio reflejo.

Guardó con cuidado el pequeño espejo en el bolsillo y echó a correr sin mirar atrás en busca de la salida. En la calle, anhelaba encontrar a la mujer enmascarada, deseaba abrazarla y darle las gracias por todo, pero allí no le aguardaba nadie, incluso el viejo de la puerta había desaparecido, en su lugar una muchacha mascaba chicle mientras hacía un crucigrama. Ni siquiera le miró.

De vuelta, se detuvo para comprar tres enormes algodones de azúcar. No podía calcular el tiempo que había transcurrido, y se sentía angustiado por su abuela y su hermana que en aquel momento debían estar buscándolo por todas partes. Asombrosamente, las encontró en el mismo lugar donde las había dejado, ambas sonrientes y aplaudiendo las piruetas con las que les deleitaba el hombre de fuego, como si apenas hubiesen pasado unos minutos. Antes de que descubrieran su presencia, el pequeño introdujo la mano en el bolsillo para asegurarse de que todo aquello había sido real.

Su abuela lo recibió con una gran sonrisa y le revolvió el pelo como de costumbre, Hannah le dio un beso, muy contenta con su algodón.

Jack pasó su mejor noche en mucho, mucho tiempo, tanto que ya ni se acordaba.

Fin.

Al hilo de la iniciativa de "El cuentacuentos"

Fotografía 1: Asialiv Fotografía 2: Dellessanna

(Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.)