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lunes

El cuento de Rose.

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Todas aquellas palabras que en su época fueron escritas, todas las que han sido utilizadas para contar historias a lo largo del tiempo sólo os mostrarán una cara de la moneda; no esperéis otra cosa. Dime si alguna vez has pensado en el lobo como ese desdichado animal acuciado por su instinto, si Caperucita, en tu opinión, era una muchachita poco despierta, si su madre no fue una arpía por obligarla a cruzar el bosquecillo lleno de lobos... sola. No. Como el resto tú no cuestionas esas cosas. Las brujas son malas y las madres bondadosas; los príncipes atractivos, un beso puede sacar de un coma profundo a una princesa, las hermanas son feas, las madrastras, ambiciosas, asesinas… Cuando un cuento es escrito su vocación inicial es la de imitar la realidad y, quizás, reconciliarla un poco con los sueños. Pero bien es cierto que en raras ocasiones algo sucede. Tal vez la luna se mete en la sangre de una doncella, un hombre se cree presa de un hechizo, un caserón se llena de viejos fantasmas, una dama se levanta de la tumba, alguien -o algo- araña la puerta de quien llora a los difuntos… y todos ellos viven, a su manera, un cuento ya escrito por otros. Eso era, más o menos, lo que le sucedía a Rose. El universo no conspiraba para convertir su vida en un cuento, en realidad era su mente la que vertía todo aquello que no llegaba a comprender en un sueño que se transformaba en realidad a sus ojos, pero, por suerte, no a los del resto. Para ellos Rose era una chica extraña; aunque ese pequeño detalle no la afligía en absoluto, estaba orgullosa de ser diferente. Una princesa debía ser diferente: a alguien cuyo destino estaba escrito en las estrellas no le quedaba otra alternativa. Además era hermosa, y eso siempre es una buena disculpa.

Mientras fregaba los platos después de la comida entonaba una dulce canción; al terminar, suspiraba. Sabía que tenía que acatar de buena gana sus duros quehaceres porque sin duda algún día un joven mozo la rescataría de aquella esclavitud. Cada tarde, en su cuarto impoluto, se asomaba a la ventana y dejaba transcurrir las horas, soñando… de nuevo, que algún día, alguien al mirar a lo alto se enamoraría perdidamente de su bello rostro, y a pesar de que el patio de luces no era precisamente un lugar muy concurrido, ella no perdía la esperanza. Cada noche, antes de acostarse, cepillaba cien veces su largo y rubio cabello hasta dejarlo sedoso y reluciente, mientras contemplaba su imagen en el espejo... Y tarareaba, tarareaba sin cesar.

Una mañana la pequeña Rose perdió el autobús y no le quedó más remedio que ir a la facultad caminando. Aunque el transporte urbano no era lo suyo lo prefería a andar sola por la calle, donde a una muchacha hermosa como ella le podía suceder cualquier cosa. Como llegaba tarde se arriesgó a atajar por el parque. El sol resplandecía en el cielo pero mientras se sumergía entre los frondosos árboles le pareció que el crepúsculo la alcanzaba repentinamente. Aquél no era un parque como es debido, decidió. Los parques, según ella, debían ser abiertos y perfectamente despejados como los jardines de un palacio, donde las muchachas acompañadas de sus jóvenes pretendientes pudieran pasear respirando el suave perfume de las rosas primaverales.

-Perdona ¿Tienes fuego?.

Aquella voz la despojó de sus pensamientos, sobresaltada se detuvo y miró a su alrededor. Sentado en un banco, con las piernas abiertas de una forma bastante indecorosa, había un muchacho con un cigarrillo entre los dedos que la observaba expectante. Su pelo largo y apelmazado le cubría buena parte del rostro impidiendo que Rose pudiera ver con claridad sus rasgos, pero sus ojos, oscuros y hundidos, la miraban con tal intensidad que la hizo sentir, durante un breve instante, mancillada. Si hubiera tenido el valor necesario le habría espetado que no podía abordar a una muchacha sin haber sido debidamente presentados, pero temerosa, hizo un gesto de negación y siguió su camino.

-¡Eh! Espera. Creo que tienes algo en el hombro…

Rose se detuvo de nuevo, esta vez algo fastidiada. Se dio la vuelta con cierta reticencia y vio como el desgarbado muchacho señalaba su brazo izquierdo.

-Es una caca de paloma.

En los sonrosados labios de Rose se formo una delicada “o” minúscula. Desde su hombro extendiéndose por la manga de su jersey rosa hasta casi su mano había una larga y viscosa mancha cuyo color resultaba difícil de precisar, era algo entre marrón, verde y el blanco más puro.

-Un momento. Te ayudaré.

Rose se mantenía petrificada en sitio mirando con fascinación la caca de su manga como si fuera la cosa más sorprendente que hubiera visto en su vida. Mientras, el muchacho sacó unos clínex de su mochila y empezó a limpiarla con delicadeza. Cuando terminó se alejó de ella para tirar los pañuelos sucios en una papelera cercana.

-Me llamo Víctor –comentó acercándose de nuevo.

-Yo soy Rose – musitó Rose todavía conmocionada. –Gracias.

-De nada. En esta época el parque no es precisamente una zona de exclusión aérea…- rió el muchacho. -Pero hace una mañana bonita ¿Tienes prisa? Podemos dar un paseo.

-Oh, no. Tengo que ir a clase. – Respondió ella automáticamente.

-¡Bah! Sáltatela, alguien te dejará los apuntes.

Rose sonrió. Por un momento se fundieron en una intensa mirada. Su mente comenzó a vagar perdiéndose en sus rasgos. Sus ojos eran tan oscuros como el ala de cuervo, su mentón regio y todavía imberbe era suave como el de una doncella… tal vez si se lavara y se cortara el cabello resultaría atractivo. Poco a poco, muy despacio, una calidez que nunca antes había experimentado se fue apoderando de regiones de su cuerpo que creía olvidadas… pero entonces, al aspirar deliberadamente el aroma del muchacho, arrugó la nariz. Había algo extraño, debajo del hedor a tabaco y a detergente que desprendían sus ropas, de un modo apenas perceptible, un olor denso y turbio, casi animal, la repelió. “¡Peligro Rosaline!” murmuró una conocida voz en su conciencia “¡Peligro!”. Algo azorada, pero escondiendo su temor bajo una nada convincente máscara de dignidad, se apartó unos pasos.

-Eso no va a ser posible, lo siento. Ya nos veremos.

Sin esperar respuesta se aferró a su carpeta y echó a andar decidida hacia la salida del parque. El muchacho se encogió de hombros y se sentó en el banco a esperar que pasara alguien que llevara fuego.

Acaso aquél fue el día en que Rose conoció por fin a su príncipe. Tal vez lograra salvarla de un poderoso dragón, tal vez la liberara de un terrible hechizo, o tal vez simplemente la ayudó a recoger los libros del suelo cuando ésta tropezó con la invisible línea de una baldosa. Seguramente, a fuerza de comportarse como una princesa, a ella no le quedó más remedio que enamorarse. Pero me pregunto, años más tarde, después de haber engordado y traído al mundo a media docena de chiquillos hiperactivos, después de oler cada noche en las camisas de su idolatrado marido un perfume que no es el suyo, si los sueños de Rose no serán diferentes… quizás se imagina adentrándose de nuevo entre los frondosos árboles, sola, audaz y temeraria, para reencontrarse con su lobo, que debió comérsela aquella lejana mañana cuando la pequeña Rose, todavía una inocente florecilla, se perdió en el bosque.

Pero claro, esa es otra historia, y por suerte, todas las historias no muestran sino una única cara de la moneda.

All_dreams_lost_by_empatia

Al hilo de la iniciativa de "El cuentacuentos"
Imágenes: empatia

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una noche cualquiera

Se truncó la noche en áspera y feliz, en oscura y con destellos (yo creo que por las farolas) niebla. Posee ese influjo la noche, el de nublar la mente de quienes se adentran en ella. Es una de las razones por las que trato no salir demasiado cuando oscurece, prefiero la seguridad de mi casa, incluso la seguridad de la casa de otros. Por eso, en un principio, ignoré por completo el comentario de Sonia. “Deberíamos salir por ahí”, dijo. “De juerga”, matizó con calma. Se dedicó a observar mi expresión, aunque sin verla la habría imaginado, y justo cuando pensaba que iba a callar o a cambiar de tema pronunció las palabras mágicas que todo amigo odia escuchar: “me lo debes”.

No me salvé; claro que se lo debía, ¿y qué no? Es mi amiga. Me adentré en ella, a pesar de la niebla y los presentimientos, consciente de que al día siguiente me dolería la cabeza y me arrepentiría de más de la mitad de las cosas que diría y de casi la totalidad de las que haría.

Nada más llegar al bar me aposté en la barra, me rodee de mis compañeras, que por suerte necesitan muy poco para motivarse, e intenté pasar desapercibida. Metí el reloj en la mochila, pensando que los minutos y las horas transcurrirían más deprisa. La niebla penetraba por la puerta hasta nuestro rincón con la gente que abarrotaba el sitio; ese detalle y mi miopía, que en momentos así agradezco, hicieron el resto. El alcohol fluía con facilidad, las cajetillas de tabaco se acababan, la música, por extraño que parezca, me gustaba, pero justo cuando la conversación comenzaba a ponerse interesante, llegó el esperado mercado nocturno. Ése es, habitualmente, el momento en el que yo empiezo a pensar en mi casa, en mi cama y en el libro que hay en la mesita, como si se tratara del mismísimo paraíso, -¡ey, Valhalla, muérete de envidia!- No por nada, estoy más que acostumbrada a que me miren, me calibren, y que, normalmente, me descarten; pero eso no lo hace menos desagradable. ¿Es que a nadie le disgusta? Ese momento en el que todo el mundo comienza a actuar como si estuviera en un escaparate, a exhibirse y a intentar vender su mercancía. Como es lógico mis amigas, experimentando la misma revolución que el resto de la humanidad, insistieron en bailar. Sonia me miraba con sorna mientras arrastraba mis pies hacía la pista, haciendo que me replanteara una vida entera de principios sobre lo que significa la amistad. Decidí que la mejor de las alternativas sería sumergirme en el ritmo y dejar que mi cuerpo hiciera lo propio. Mientras bailaba cavilaba sobre una de mis teorías más asentadas durante largos años de experiencia, y es que en un bar una nunca encontrará al amor de su vida; la gente interesante no está en los bares, la gente interesante está en otros sitios manteniendo conversaciones interesantes con otras personas tan interesantes como ellos, justamente donde debería estar yo en aquel momento. Me encontraba extraviada en estos pensamientos cuando alguien me rozó con fuerza el hombro. Me di la vuelta para ver quién era y todas mis teorías se vieron obligadas a ser enterradas -y sepultadas- en el olvido. Se trataba del amor de mi vida, o por lo menos, la persona a la que durante mucho tiempo llevó ese apodo tan afectado. “Oh, mierda” pensé, “y yo con estas pintas”. A mis pintas no les sucedía absolutamente nada, eran las de siempre, pero he de reconocer que no se me ocurrió nada mejor. Sonreí -el idioma universal de los bares-, el resultado fueron dos besos a modo de saludo y una interminable conversación a gritos. Mientras transcurría notaba como mis amigas revoloteaban a nuestro alrededor lanzándome miraditas burlonas y riéndose de mí. En más de una ocasión estuve tentada de volverme y gritarles “¡eh, qué yo también tengo mi corazoncito!”, sin embargo no habría sido muy considerado por mi parte y tenía cosas más importantes en las que pensar en aquel momento. Ante mis ojos se abría un inmenso abanico de posibilidades, pero sólo me preocupaba una de ellas: el desagravio. Quizás llamarlo venganza no habría sido descabellado, pero mi intención era algo más sutil, más prudente, además de hallarse sofocada por el martilleo constante de mi corazón, lo que a mi modo de ver resulta significativo en mi defensa.

Me concentré en su mirada, no me sorprendió observar en ella el interés suficiente. Habían pasado más de diez años y por aquel entonces éramos un par de adolescentes, y como corresponde a toda historia de este tipo que se precie, él fue mi primer amor; de hecho, fue mi amor durante muchos años después de que me dejara, un sentimiento que fui avivando a medida que los desengaños amorosos se acumulaban, con esa envoltura de tragedia y romanticismo en la que a veces encerramos los recuerdos, como si el más doloroso de ellos fuera el único que realmente nos hizo sentir. Pero ahí estaba, después de tanto tiempo, el brillo en sus ojos, otra vez.

Cuando empezamos a quedarnos roncos me propuso dar una vuelta; acepté en el acto. Me despedí de mis amigas que continuaban riéndose a mi costa. Ignorándolas le seguí a la calle donde el silencio era abrumador. Charlamos sobre trivialidades durante un rato; te acuerdas de tal, fuiste a la universidad, hasta el forzoso en qué trabajas… En un banco, dijo. ¿En un banco? ¿Un tío que con dieciséis años recitaba los sonetos de Shakespeare con una pasión sobrecogedora, que era el actor principal del grupo de teatro y el director del periódico del instituto había acabado en el Bankinter? “Oh, vaya” fue lo único que pude decir. Todas mis alarmas comenzaron a emitir un ruido sordo. Las apagué con alguna excusa del tipo “es que la vida está muy mal” o “los bohemios también tienen que comer” no recuerdo bien, pero el rurún de la palabra aún resonaba molesto en mi mente. Nos acercamos a su coche, un armatoste reluciente y plateado. “¿Es tuyo?” –pregunté cautelosa- “No, es el coche de reserva de mi padre, el mío está en el mecánico… ¿Damos un paseo?” Podría haber puesto mil excusas y haber salido corriendo hacía mi casa, haberme metido en la cama para sumergirme en la placidez del olvido y los sueños, pero no tenía alternativa; su mirada, su porte y su voz seguían siendo exactamente igual de cautivadoras, y para colmo de males, me moría de frío. Entré. Tras unos instantes de incómodo silencio pregunté sobre nuestro destino. Debí morderme la lengua antes de hacerlo, pues aprovechó el comentario para argumentar que era el Destino quien nos había vuelto a reunir. Con la mirada fija en la carretera, sabiéndose observado, comenzó a hacer uso de su arma más peligrosa: la palabrería. Durante un momento fue como si nada hubiera cambiado, utilizaba la tesitura de su voz, ese aspecto, a veces de niño perdido, otras de hombre misterioso, para volvernos locas a todas y llevarnos a su terreno. No me resistí, no hizo falta, su cháchara me resultaba pretenciosa y vacía, su voz, demasiado estudiada. Todo aquello era pura parafernalia; agradecí la oscuridad del coche porque habría sido capaz de leer el desencanto en mis ojos. Pregunté de nuevo dónde me llevaba. “Sorpresa” dijo en un calculado susurro. Cuando el coche empezó a frenar y caí en la cuenta, realmente me sorprendí: nadie podía ser tan tonto. “Genial” comenté. Entre todos los lugares del mundo para seducirme él había escogido el peor.

Aparcó, dejó los faros encendidos y bajamos del coche. Me escurrí por una obertura que había en el lateral de la casa en ruinas. Admito que los recuerdos se agolparon en mi corazón y tuve que hacer acopio de toda mi entereza para sobreponerme. Aquel lugar era nuestro. Desconozco, y tampoco me interesa, el número de chicas a las que llevó al mismo sitio, pero en la memoria seguía siendo mío. No sólo por nuestros encuentros, también porque allí fue donde me rompieron el corazón la primera de las muchas veces que siguieron; sin embargo no experimenté, en todos mis días, un dolor tan lacerante como el que sentí en aquel lugar, aquella tarde.

Noté su aliento en mi pelo, la niebla penetraba por las puertas y ventanas desnudas, la luz artificial del coche desentonaba, pero el calor de sus manosLoser_by_Brungilda era reconfortante. Me acosté con él. O mejor dicho, el recuerdo de la que fui se acostó con su recuerdo.

No me interesa saber si hice lo correcto o no; me vi obligada a cerrar el círculo. Tal vez para no volver a soñar con ello, tal vez porque de adolescente nunca llegué a hacerlo. No fue el desagravio que me había propuesto aquella noche a pesar de que no le devolví ninguna de sus llamadas. Pero ahora, visto con el tiempo, todo ese dramatismo romántico que alimenté durante la mitad de mi vida se ha ido diluyendo como el polvo en el aire. Pienso en la tarde que me dejó y el corazón continúa latiendo con su pausado ritmo, y al acordarme de nuestra última noche, la memoria se desliza ágilmente por encima de todos los besos, de las caricias, de las palabras de amor y de la pasión, para caer en la cuenta de las bragas que dejé olvidadas en algún lugar de la vieja casa, unas de mis favoritas.

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["Si conoces a los demás y te conoces a ti mismo, ni en cien batallas correrás peligro;

si no conoces a los demás, pero te conoces a ti mismo, perderás una batalla y ganarás otra;

si no conoces a los demás ni te conoces a ti mismo, correrás peligro en cada batalla"

El arte de la guerra, Sun Tzu]

Al hilo de la iniciativa de "El cuentacuentos"
Imagen: Brungilda

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dremcatcher's song

Dibujo

Pasaron varios días hasta que alguien cayó en la cuenta de que los sueños habían desaparecido. Los malos presagios comenzaron a zumbar junto a los hogares canturreados por las bocas desdentadas de los ancianos:

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“¡Teme!, ¡Teme!

Si el que duerme, no sueña.

¡Teme!, ¡Teme!

Es el mal, que acecha.”

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Las palabras que aprendieron de niños acudían a sus lechos de muerte. Los adultos las escuchaban angustiados sabiéndose perdidos en las tinieblas. Pájaros de mal agüero, les llamaban algunos. Pero antes de que el segundo equinoccio de aquel malhadado año llegara, todos aquellos que habían vivido más de sesenta cosechas habían cerrado los ojos para siempre sin el consuelo de un último sueño.

Con el tiempo, científicos y doctores de todo el mundo se reunieron para estudiar el raro fenómeno, sometiendo a pruebas y exámenes a varias personas elegidas al azar entre los habitantes del pueblo. Todos sus experimentos y tentativas fueron infructuosos en cuanto al origen de tan extraño virus, que no se propagaba por el aire, tampoco por el contacto o la sangre, ni procedía de la comida, el entorno o los animales que convivían con ellos; llegando entonces a una única y postrera conclusión: tan sólo los niños menores de ocho años eran capaces de soñar en aquel lugar.

Aquella semilla de esperanza no resultó el punto de partida de ningún remedio del mal que los hostigaba; los meses pasaban y los adultos, agotados y débiles, empobrecidos físicamente por la enfermedad, morían lentamente, mientras que los niños continuaban creciendo, alejándose sin remedio de sus sueños, aproximándose a una prematura muerte.

Por miedo a que la plaga se extendiera y sin haber hallado una cura, dispusieron a los habitantes bajo cuarentena quedando confinados en los límites del pueblo. Entretanto, el pequeño cementerio se alimentaba con avidez de sus cadáveres. Con los años, quedaron apenas unos pocos, los más jóvenes y fuertes, y tan sólo una niña con la edad suficiente para soñar.

Decidieron velar por las noches a la pequeña, mientras ésta, en la habitación de al lado, descansaba alejada de todo mal. Dado que nadie había logrado adivinar el verdadero origen de aquella extraña enfermedad llegaron a la conclusión de que solamente un ente sobrenatural, tal vez un espíritu cruel y malévolo, podría haberlos despojado de la capacidad de soñar. En sus reuniones, mientras custodiaban la alcoba de la niña, se preguntaban si en alguna de las viejas canciones con las que sus padres y abuelos relataban hechos pasados encontrarían alguna pista sobre la causa del mal que los castigaba, quizás en las historias, acaso en las leyendas. Pero en ninguna de ellas hallaron a un ser que se nutriera de los sueños, y con ello, de la vida de las personas. Y así, asustados, preguntándose cómo podrían desafiar a un espíritu tan poderoso, cada noche se quedaban dormidos a calor del fuego, en un sueño vacio de visiones, que les arrebataba poco a poco el alma y la salud.

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Pero si hubieran acercado sus oídos al diminuto resquicio de la puerta, tal vez, junto a una dulce y acompasada respiración al otro lado, habrían podido escuchar la misteriosa y secreta tonada que en susurros se repetía como un ensalmo, en los labios de la pequeña, en lo más profundo de la madrugada.

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“Duerme, duerme,

Que yo te protejo.

Duerme, duerme,

Del mal yo te alejo.

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Y recuerda, recuerda,

Soñar también despierta.

Pues quien sueña, y sueña

Recordar no desdeña.”

Al hilo de la iniciativa de "El cuentacuentos"
Imagen: jdillon82

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*Espero que el año comenzara bien para todos. Os debo un millón de visitas, lo sé. Tengo ganas de leeros. : **Se trata de un relato de despegue, sin pretensiones, aunque parezca lo contrario. No le he dedicado tiempo, aunque tal vez en un futuro lo haga y lo reescriba, nunca se sabe.