El título de aquel libro llamó poderosamente mi atención. Un pequeño y algo ajado tomo encuadernado en piel, de color rojo oscuro, con solemnes letras góticas. Había ocupado durante tantos años su lugar en la estantería, que prácticamente había dejado de existir. Pero en la calle llovía copiosamente, y melancólica, mi mirada se dedicó a vagar por la habitación hasta detenerse por fin en él. Lo tomé entre mis manos con cuidado, acaricié sus lomos, intentando frenar de ese modo en mi mente los recuerdos, que apresurados, pugnaban por escapar.
No era la truculenta historia de amores imposibles y muerte que contenía lo que traía a mi pecho, después de tanto tiempo, el dulce pesar de la nostalgia, sino el insólito modo en el que aquel texto llegó un buen día mis manos. No creáis por ello que os voy a relatar una gran historia de amor, si acaso tan sólo un suceso, un simple instante que marcó mi existencia, y que ahora, cuando mis cabellos se han revestido por fin del blanco y mi piel es la triste y gris sombra de lo que una vez fue, todavía guardo en el alma como un tesoro y revivo con la misma intensidad que mi joven corazón poseía en aquel momento. Y por ello os digo, ahora que el tiempo me ha regalado el suficiente entendimiento: “Qué la suerte nos guarde a todos de una vida sin romanticismo”.
Fue una tarde de finales de noviembre, tenía diecinueve años y estudiaba mi primer curso de Historia del arte. Vivía en una pequeña residencia junto a la universidad. En la calle comenzaba a chispear; a pesar de ello decidí acercarme al centro para recoger unos libros de texto que llevaba tiempo esperando. Cogí la mochila, me enfundé la capucha lo mejor que pude y salí decidida a enfrentarme contra cualquier temporal. Me arrepentí de aquel pensamiento en cuanto salí a la calle: oscuras y compactas nubes de tormenta amenazaban en el horizonte, el aire hedía a electricidad y el viento sacudía sin piedad los edificios; sin embargo lancé una silenciosa súplica al cielo y eché a andar sin pensármelo dos veces. Al llegar a la tienda me encontraba helada y calada hasta los huesos. Recogí los libros, envolviéndolos bien en la bolsa de plástico, y los metí en la mochila. En la callé se escuchó el primer trueno, a pesar de ello y haciendo caso omiso de todo pensamiento lógico que me indicara que la mejor de las alternativas era sin duda, esperar a que escampase, eché a correr de nuevo intentando protegerme bajo las cornisas sin demasiado éxito. Me detuve exhausta cuando aún no había recorrido ni doscientos metros, llovía cada vez con más violencia y los libros comenzaban a peligrar. Fue aquel pensamiento lo único capaz de hacerme recapacitar. Miré a mi alrededor, el estruendo sordo del agua golpeando el asfalto lo invadía todo. Al final de la calle, a la derecha, confluyendo con la plaza estaba la Catedral. Movida más por un impulso interior que por otra cosa escapé hacía allí. Bajo la amplia balaustrada de entrada a la iglesia no había ni un alma. Me desembaracé de la mochila e intenté sacudirme toda el agua que pude. Tenía frío, me castañeteaban los dientes y apenas sentía las extremidades. Transcurrieron unos minutos eternos en los que la lluvia caía cada vez con más saña. Precisamente, cuando el cielo parecía haber decidido desplomarse por fin, observé cómo una figura se acercaba corriendo a largas zancadas por mitad de la plaza. Llegó a tanta velocidad que estuvo a punto de estamparse contra una de las columnas. -¡Otro valiente!- pensé para mí. Pero la sorpresa llegó cuando mi compañero de fatigas bajo la lluvia se deshizo de la capucha que me ocultaba su rostro.
No puedo decir que nos conociésemos aunque así era. Es curiosa la forma en que los observadores parecen sentirse seguros al amparo de sus aparentemente inocentes miradas, que ningún mal hacen a nadie; pero las miradas hablan más que las palabras, delatan más que los hechos y entre nosotros se había instalado aquel especial y desnudo lenguaje, del que hacíamos uso en los pasillos de la biblioteca, en la calle o cada vez que nos cruzábamos. Su extrema timidez y mi desconfianza natural se encargaron de hacer el resto del trabajo.
Después de sacudirse el pelo y dar unos cuantos saltos para entrar en calor, cayó en la cuenta de que tenía compañía. Limpió las gafas con la camiseta que llevaba bajo el jersey y se las ajustó muy despacio, calibró un poco la vista y miró en mi dirección. Le sonreí y me devolvió la sonrisa. Los minutos que siguieron resultaron bastante embarazosos, ninguno de los dos se atrevió a decir nada, nos esquivábamos la mirada como si los ojos nos quemasen. En aquellos momentos mi mente bullía: qué hacer, qué decir, cómo comportarme, pero de lo único que tenía verdadera conciencia era del transcurso del tiempo, y de que en cualquier instante podría llegar alguien o tal vez, dejar de llover, sin que hubiéramos hecho o dicho absolutamente nada. Por eso me acerqué a él dispuesta a decirle lo primero que se me pasara por la cabeza.
Pero al verme avanzar él comenzó a alejarse. Me detuve en seco, intentando adivinar qué sucedía; él continuó retrocediendo, paso a paso, mirándome fijamente. Se quitó las gafas y las guardó con delicadeza en la chaqueta. Apartándose lentamente de la protección del techado, pronto las gotas de lluvia comenzaron a precipitarse sobre su cuerpo resbalando por su pelo hasta su cara, como si fueran lágrimas, aunque no lo eran. Entonces me di cuenta: sonreía, me sonreía a mí.
Corrí hasta él sin pensármelo, sentía la lluvia tan fría como la escarcha aguijoneándome la piel, apenas podía abrir los ojos. Parecíamos dos locos, callados, sonrientes, el uno frente al otro. Un relámpago cruzó el cielo, los dos miramos en aquella dirección al mismo tiempo, el trueno hizo que temblaran los mismísimos cimientos de la tierra. En aquel momento pensé que me besaría, deseé que lo hiciera con todas mis fuerzas. Él se limitó a acariciarme con suma ternura en la mejilla, y a susurrar algo que no fui capaz de entender. El tiempo se detuvo para nosotros.
Tal vez unos minutos o apenas unos segundos después, retiró la mano de mi cara. Protegiéndolo con su cuerpo, sacó del bolsillo interior de su chaqueta un pequeño libro rojo y lo puso entre mis manos mojadas. Me dedicó una última caricia y salió corriendo, a toda velocidad, a través de la plaza completamente vacía sin mirar atrás.
Con el libro en mis manos fui a refugiarme a los soportales y le contemplé una última vez mientras desaparecía.
Creedme si os digo que todavía me persigue su imagen. Allí, en mitad de la tormenta, con la lluvia apelmazándole el largo y oscuro cabello contra la cara… y aquella mirada profunda e indefinible. Parecía un personaje sacado de una novela. Es cierto que no hubo beso, pero tal vez hubo mucho más.
Pensaréis que esto no es una historia de amor, y ciertamente no lo es en absoluto, y diréis, “bien, alguien, una tarde de noviembre hace muchos muchos años te regaló un libro ¿y qué?” Pero no es eso lo que trato de expresar. Pues ya no importa si nuestros destinos terminaron enlazados o no, no cambia un ápice de su valor que nunca más volviéramos a hablar o a vernos. He vivido en ésta varias vidas, y como es justo, ha estado llena de cosas buenas y malas: he sido madre y he estado enamorada, he visto estrellas fugaces como pájaros dorados cruzar el firmamento, he hecho el amor sin más música que el rumor de mar y sin más luz que la de la luna creciente, también he conocido la muerte. Pero sólo ahora sé, después de tanto tiempo, que es el corazón el que elige y la memoria la que obedece. Que son esos pequeños instantes, aparentemente insignificantes pero únicos, que se grabaron a fuego en el alma, los que llevamos siempre con nosotros, como una marca, y que a veces, toda la magia y la intensidad de la creación puede esconderse en el más pequeño de los granos de arena.