“La historia que les voy a contar tiene un principio -como todas -, pero aún no tiene un final”. Es un buen comienzo, creo, para cualquier historia. Pero en esta ocasión no resultaría particularmente sincero con el lector, porque ésta -como todas- tiene su fin escrito en algún lugar. Pues cada fábula plasmada en papel ya ha sido soñada antes por alguien y hay un final esperando por cada una de ellas, latente, potencial, diferente en cada ocasión, pero en cualquier caso, un final.
Mejor comenzarla así entonces: “La historia que les voy a contar tiene un principio –como todas- y un final que todavía no ha sido escrito”.
Mientras escribo el de ésta atisbas por encima de mi hombro. Sabes lo mucho que me molesta que me espíen, pero no te importa, no puedes remediarlo. Es por esa clase de cosas por lo que te adoro, te disculpo y lo dejo pasar. Aunque más allá del simple placer de leerme tu curiosidad te delata. ¿Escribirá sobre mí? Te preguntas. Sonrío, porque casi puedo escuchar tus pensamientos. ¿Acaso, querida mía, podría escribir sobre otra cosa que no fueras tú?
No, pues no hay nada más. Por desgracia, en la soledad del papel en blanco tan sólo estamos mi deseo de esculpirte en palabras y yo. Buscando en la memoria y en la imaginación abro heridas que sangran a través de mis dedos. Tú, mi dulce Cassandra, la que todo lo sabe, deberías ser capaz de observar que eres la torpe musa que inspira cada una de mis páginas, en ese pasado que es el escenario donde confluyen nuestros sueños, y yo, el escritor que da el toque de gracia oportuno a los acontecimientos. Y no se trata, de ningún modo, del deseo insatisfecho de tenerte de nuevo entre mis brazos. Sabes que ahora mismo apagaría el cigarro y arrojaría la pluma para ir a tu encuentro a la cama, donde aguardarías con la mirada llena de unas preguntas cuyas respuestas –que ya conoces- podrían esperar un par de horas, el tiempo justo para que, agotado entre las sábanas, sea tuyo de nuevo y pueda contestarte con la verdad a todas ellas. Esa verdad.
Que soy un cobarde, que te amo, que en cada palabra que escribo labro un pasado que nunca tuvimos y un futuro que, ahora, es casi pasado. En el que tiraré piedras a tu ventana para despertarte a media noche y te besaré entre los árboles hasta convencerte de que escapes conmigo. En el que correré por el bosque de tu mano y contemplaré esa luna que apenas observo si no es por ti o por tu recuerdo. En el que te daré ese hijo que no deseo tener y escribiré esa novela de amor que nunca quise escribir. Y besaré cada uno de tus cabellos, tus cicatrices, todas tus curvas y recodos. Seré el príncipe de la princesa torpe, el caballero de brillante armadura, el lobo que aúlla, tu soldado. Tu Darcy. Incluso tu Heathcliff. Seré eso en cada página, pudiendo ser mucho más. Seré lo que nunca he sido, pudiendo ser mucho menos.
Pero entre las líneas sé que puedo serlo, lo que siempre soñaste. En las palabras que cuenten las historias que nunca vivimos podré hacer honor a los latidos de mi corazón, a tu pasión por la vida, al desbordante cauce por el cual quisiste arrastrarme y al que me resistí cada instante que pasé a tu lado. Y puedo hacer como si nunca hubiesen existido ni los taxis ni los ministerios, como si las luces de neón y el asfalto no hubiesen sido inventados. Y tú podrás extraviarte en los páramos, las gotas de lluvia se confundirán con las lágrimas que recorrerán tu rostro, que yo iré a buscarte y te traeré de vuelta a casa, y allí, te despojaré de tus ropas húmedas, avivaré el fuego para que entres en calor, y serás tan mía como la primera vez.
Absurda forma de compensar no saber amarte como merecías, regalarte a la persona que no seré, lo que nunca te di, como si sirviera de algo después de haber matado tus ilusiones. Pero nadie dijo que fuera fácil sentarse a la mesa de un ángel y fingir que se puede caminar entre las nubes, ni que la gravedad fuera una costumbre sencilla de olvidar. Por eso tan sólo me quedan palabras, historias que no son nada para aquel que nada sabe de nosotros, y me temo, que el final de esta historia es ofrecerte en palabras aquello que nunca te pude dar.
Mientras, lees cada una de ellas a medida que las escribo, aunque es tu recuerdo el que permanece aquí. Noto tu mano apoyada en mi hombro, como la deslizas hasta mi cuello y te acercas en un susurro de tela y cabello hasta mi rostro. De tu mano me acerco a la cama, donde seré tuyo de nuevo, donde tendré que contestarte con la verdad –esa verdad que tú ya conoces- a cada una de las preguntas que refleja tu mirada: que soy un cobarde, que te amo, que con cada palabra que dije envenené tu alma, por no ser, por no haber sido, lo que esperabas.