“La habitación del deseo” era el título del libro que leía la muchacha. Él apartó la mirada; tras el ventanal corrían los campos sembrados, el sol de mediodía doraba el mundo; tanto esplendor no parecía tener piedad con sus retinas y entornaba los ojos para poder apreciar el brillante cielo, cegado por las nubes que dejaba atrás a medida que el tren avanzaba sin que le diera tiempo a imaginar una forma certera para ellas. Intentó concentrarse en su libro, abrumado ante tanta luz, ante toda la creación que desfilaba ante él sin detenerse.
Recorrió algunas líneas más, se fundieron al paso de sus ojos: una letra seguida de otra, un sinsentido de color gris, palabras carentes de significado que alguien creyó que podrían decirnos algo. Cuánto vacío…
“¿A dónde irás?”- escuchó de pronto en su mente –“¿de qué huyes?”
Aquella voz que lo había sido todo para él aún aparecía de vez en cuando en sus pensamientos. Siguiendo una intuición interior había tomado la determinación de no detenerla, de dejarla fluir cuando fuera preciso. Tal vez -se decía- está intentando decirme algo, algo que yo solo no soy capaz de comprender.
La muchacha tosió de repente y durante esos segundos en los que apartó el libro de su rostro pudo por fin observarla mejor. Su palidez era enfermiza. Tenía los labios ligeramente rosados, y sus oscuros ojos de pestañas infinitas estaban enmarcados por violáceos surcos. El fino cabello negro y lacio le llegaba hasta la cintura envolviéndola dulcemente. Sus ropas oscuras acentuaban su lividez, sus manos delicadas parecían tremendamente suaves. Se imaginó acariciándolas y un cálido estremecimiento le recorrió desde la espina dorsal.
Ella, ignorante, continuaba respirando con dificultad. Él se levantó para abrir un poco la ventanilla.
-¿Mejor así?- le preguntó.
Ella le miró y asintió agradecida. Se acomodó mejor en su asiento apoyando ligeramente la cabeza en el cristal. El aire del vagón comenzó a renovarse y la tos fue remitiendo poco a poco. Sus miradas se cruzaron y permanecieron así durante unos instantes.
-¿Hasta donde vas?- preguntó ella de pronto. Su voz suave y baja era difícil de apreciar por encima del murmullo del tren.
Él tardó en contestar más de lo normal fijo en sus ojos.
-Hasta el final supongo- dijo no demasiado convencido de su respuesta; pues en realidad cuando llegara al fin de aquel trayecto cogería cualquier otro tren que le llevara aún más lejos, y tal vez una vez allí, tomaría el siguiente tren que le siguiera alejando aún más. -¿Y tú?- preguntó a su vez.
Ella mostró una débil sonrisa
-Hasta donde llegue…- dijo enigmática.
Pestañeaba a un ritmo anormalmente lento. Había tanto sosiego en su rostro que no podía dejar de mirarla. Ella, lejos de sentirse incómoda, continuó hablando.
-Quiero llegar al mar. A ese lugar que llaman “el fin del mundo”.
-Llevas poco equipaje para ir al fin del mundo…- comentó él haciendo un gesto en dirección a la pequeña mochila que yacía en el asiento a su lado.
-No necesito más para hacer lo que voy a hacer.
La tos regresó con mayor violencia. Con los ojos cerrados, la cabeza apoyada en el cristal y las manos cerrando su boca, la joven parecía sufrir. Mientras la observaba algo consternado no pudo evitar preguntarse qué haría cuando llegara al mar.
-¿Te encuentras mal? ¿Puedo hacer algo por ti?- Preguntó acercándose un poco.
-No tranquilo, no puedes ayudarme.- dijo con dificultad.
Continuó tosiendo durante largo rato, con tanto ímpetu que temió en varías ocasiones que fuera a desmayarse. Se sintió estúpido, allí frente a ella sin poder hacer nada; pensó una y otra vez en buscar ayuda, pero sabía, o mejor dicho intuía, que lo único que deseaba en aquel momento era que la dejasen en paz. A medida que pasaba el tiempo la tos era cada vez más débil pero ella parecía extenuada.
Sin poder soportarlo ni un instante más, se levantó, puso la mochila en el suelo y se sentó junto a ella.
-Deberías dormir un rato- le dijo en un susurro para no sobresaltarla- Y creo que mi hombro es más cómodo que ese cristal.
Temió haberla asustado con su proposición, en cambio ella le miró de reojo sonriendo.
-¿Me despertarás cuando lleguemos al mar?
-Por supuesto, no te preocupes.
Se acercó lánguidamente a su hombro, posó su cabeza y cerró los ojos. Durmió durante varias horas, cambiando de posición en ocasiones. Cuando el mar apareció tras las ventanillas estaba anocheciendo y ella descansaba echa un ovillo en los asientos con la cabeza sobre sus rodillas. Antes de que éste pudiera decirle nada, abrió los ojos.
-¿Ya hemos llegado?- preguntó.
Él asintió; se forzó a sonreír a pesar de que la idea de alejarse no le agradaba. Durante esas horas se había sentido más cerca de aquella joven desconocida que de toda la gente con la que se había cruzado en los últimos meses; la había observado respirar intranquila en su regazo mientras dormía, y tras aquel agotamiento que reflejaba su rostro él había encontrado una belleza, una luz que no sabía describir, pero que lo había prendado. Comprendió, a medida que avanzaban hacía el mar, que su deseo de alejarse de todo se iba diluyendo como la luz del día, y ese lejano destino que todavía no había decidido se le antojaba algo absurdo tras aquella intimidad que ambos habían compartido.
Ella se puso de pie con cierta dificultad y comenzó a recoger sus cosas despacio. Metió el libro en la mochila y se puso la chaqueta; por último le miró en silencio.
-Gracias- dijo por fin- Gracias por esto.
Él no pudo decir nada, sonrió con la esperanza de que aquello pudiera expresar lo que no era capaz de decir con palabras. La muchacha se ajustó la mochila dispuesta a salir del vagón y aquel movimiento brusco le provocó un nuevo ataque de tos. Se apoyó en la puerta, de espaldas a él, mientras el tren iba frenando poco a poco. Aunque la tos cesó pronto, notó como respiraba trabajosamente.
-Y dime –se atrevió a decirle-¿Qué harás cuando llegues al fin del mundo?
Ella se dio la vuelta, retirando las manos de su rostro. Un hilillo de sangre le corría por la comisura de los labios.
-No lo sé –dijo- tal vez vaya hasta el mar, y me quede allí, contemplando el fin del mundo hasta que llegue mi propio fin.
Y con una tristeza infinita le sonrió por última vez y se fue.
..
“¿A dónde irás?¿de qué huyes?”-Aquellas palabras resonaron de nuevo en su mente mientras observaba el espacio de vacío que había dejado el cuerpo de la muchacha al marcharse. En aquel instante comprendió que ya no precisaba coger más trenes para continuar huyendo, pues tal vez el final de ese algo que andaba buscando no lo encontraría yendo aún más lejos, sino en el lugar donde pudiera darle fin a su absurda huída. Y quizás no hubiera mejor sitio para hacerlo que el fin del mundo.