El silencio de la noche fue su aliado, las sombras hacían bien su trabajo. El eco de sus tacones sobre el asfalto y la gravilla retumbaba rítmico, acompasado. Las farolas dibujaban sombras perpendiculares a contraluz, a través de las luces anaranjadas que recorrían las calles. El suave rumor de algún coche lejano hacía las veces de banda sonora de aquel plano en movimiento.
Una brisa ligera le alborotaba el cabello. Llevaba las manos dentro de los bolsillos del abrigo, pero en la oscuridad del suave tejido, los dedos índice y corazón se encontraban cruzados con fuerza, en tensión. Mientras caminaba, a cada paso que daba, en su mente sólo mantenía un pensamiento “¿Por qué hacemos las cosas que en realidad no queremos?”. Aquella misma mañana, nada más despertar, mientras rebuscaba entre las sábanas el somnoliento cuerpo de su amado, la pregunta había venido por primera vez. Con la boca pastosa, él había balbuceado algo y la había abrazado. Sintió la seguridad de su calor, el contacto a la vez suave y áspero de su piel, pero en vez de sumergirse en la tibieza de aquella proximidad, sus ojos se clavaron en el techo, grisáceo en la tenue penumbra del cuarto a oscuras. Su cuerpo se dejo hacer, su mente estaba lejos.
Él fue a ducharse, ella a preparar café. Fumaba el primer cigarrillo de la mañana mientras deambulaba por la casa. En el salón el móvil parpadeaba silencioso sobre la mesa. Hacía días que no cogía llamadas ni miraba los mensajes; sabía a la perfección lo que iba a encontrar. Él no pararía hasta llegar a ella; le conocía lo suficientemente bien, no necesitaba más para convencerse.
Por un instante, mientras observaba el cielo gris a través de la ventana, de nuevo se permitió dar rienda suelta a su imaginación. En la cocina la cafetera borboteaba, en el baño las gotas de agua repiqueteaban sobre el cristal de la mampara, en su mente tan sólo escuchaba el hipnótico sonido de unas manos recorriendo su piel, amasando su cuerpo, lentamente y con fuerza; la caricia de unos hombros en los que hundir uñas y dientes. Calor, dulce y doloroso contacto, agitación y sacudidas, y por encima de todo, sus oscuros ojos, brillantes y turbadores.
El móvil seguía parpadeando mudo, lo cogió por fin y pulso el botón rojo. Marcó un número. Una voz conocida y amable contestó poco después. Tras escuchar pacientemente todo lo que ella tenía que decir, la voz respondió:
-¿Sabes? En la India, en algunos lugares todavía hay mujeres que realizan suicidios ceremoniales en honor a la diosa Kali, diosa de la vida y de la muerte. Se prenden fuego a si mismas, pero no como sacrificio, sino como símbolo de auténtica y profunda regeneración personal. Morir para renacer. Arder para renovarse…
-¿Qué tratas de decir?
-Sabes bien lo que quiero decir.
“Arder para renovarse”. Aquella era la excusa perfecta para sus actos; encaminarse hacía un infierno para poder franquearlo. Consumirse en las llamas de un fuego prohibido por propia voluntad, y regresar a casa, resurgiendo de las propias cenizas, plenamente consciente de su elección final. Ya no importaban los deseos, el daño que pudieran causar sus acciones a otras personas, importaban las respuestas, y mientras sus pasos se dirigían hacía aquella pira funesta, sabía que a su regreso habría encontrado la solución que buscaba.
Un gato atravesó sigilosamente la calle a pocos metros. Sus ojos de un amarillo intenso se cruzaron con los de ella un segundo. Aquello le hizo pensar en otros ojos, los de aquel al que amaba, tristes, del color de la tierra, y también en otros, los de aquel al que deseaba, oscuros como pozos sin fondo.
Sus pies dejaron de responder, se detuvo un momento. Tal vez poniendo en una balanza invisible aquellas dos miradas que poblaban su mente, intentando discernir por penúltima vez si hacía lo correcto, aún sabiendo que ya no había vuelta atrás.
En el silencio absorbente de la noche un coche derrapó en la distancia, después, confundido entre los edificios el sonido pareció desvanecerse. Ella miró hacía la oscuridad que tenía delante, y creyó ver, más allá de las sombras, una luz brillante, dorada, que centelleaba igual que una hoguera. Cerró los ojos y los volvió a abrir: allí continuaba, a lo lejos. Parecía acercarse lentamente, como si la estuviera llamando.
Sin saber porqué echó a andar en aquella dirección, al principio despacio, confusa. Después la curiosidad pudo más y apretó el paso. La luz estaba cada vez mas cerca, aproximándose por la calzada, y ella avanzaba a la velocidad que le permitían los tacones, prácticamente sin aliento. La observaba sin creer realmente lo que estaba viendo, por eso mismo, no podía detenerse.
Se dio cuenta demasiado tarde, cuando apenas la separaban unos cuantos metros. Las luces largas del coche se abalanzaron sobre ella de repente, sin dejarla reaccionar, en un vertiginoso segundo, haciendo saltar su frágil cuerpo por los aires como si se tratara de una muñeca de trapo.
El coche ni siquiera se detuvo, siguió su camino acelerando y derrapando como si nada hubiese sucedido.
La sangre manó de sus heridas, encharcando el suelo, relucía a la tenue luz de las farolas. Un hilo rojo le corría desde la boca a través de la mejilla. Sus ojos desmesuradamente abiertos miraban al vacío. “Morir para renacer” fue su último pensamiento: “arder…”.
Fotografía: Four Star Tosh (Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.)