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domingo

Teatro de Anestesia y Sombras.

-Ella tiene la piel del color de la tierra. Entre nosotros, Estelle, es un ángel.

Estelle ni siquiera era su verdadero nombre, pero ese tipo de declaraciones iban y venían en la oscuridad de las galerías acompañados de esa desagradable forma en que la boca se abre y se cierra emitiendo sonidos, y lo que es peor, palabras. Ella no las soportaba. Si hubiera sido Blancanieves no habría dudado en escapar con Mudito. Pero por desgracia no era Blancanieves sino una puta, y los pocos enanos que conocía apenas si sabían callar.

Estelle además de puta era triste. Una puta triste de esas de las que tan sólo se enamoran los hombres a los que les queda más dinero que corazón. Pero ella no estaba triste por ser lo que era, ella era triste porque era lo único que sabía ser. Quizás fue el olor a sudor que impregnaba sus sábanas de niña o los furiosos jadeos que le hacían de nana antes de dormir. Tal vez el crujido de las tablas del escenario frente al que se reunía lo más selecto del arroyo le corrompió la sangre con el virus de la melancolía. Fuera como fuese, aquellos ojos sin alma que escarbaban tras sus líneas infantiles se convirtieron en su única familia, y el decadente “teatro”, que abría sus puertas cada noche con la única aspiración de consumar las pesadillas de los muchos que se perdían tras ellas, en su hogar.

Estelle, además de triste era una puta buena, lo que suponía una excepcional condición. Según los viejos patrones una puta buena era aquella que no derramaba lágrimas el día en que era sometida por primera vez. Aquel momento en el que las muchachas iniciaban su carrera marcaba su futura posición en la dudosa jerarquía del cabaret. Estelle no sólo no derramó ni una lágrima sino que durante el escaso tiempo que duró su estreno, a sus doce años recién cumplidos, se dedicó a observar a su profanador con una sonrisa entre satisfecha y curiosa. Todos, desde los empleados hasta el público más asiduo, aplaudieron con ganas el espectáculo y aquella noche todavía era recordada y celebrada con gloriosos y groseros brindis. Desde entonces ostentó el título de “L'orgueil” que tan sólo había llevado su difunta madre. Incluso, colgado en un lugar de honor, habían enmarcado el paño, sucio de sangre, con el que la limpiaron al terminar.

Light_sheds_through_by_decrepitudeLos años transcurrieron transformando a Estelle en una princesa del infierno. Pero no una cualquiera, sino en la princesa concubina de todos los pobres diablos que daban con sus huesos en las redes de aquella inmensa telaraña que eran sus ojos y su piel oscura. Los tentáculos de la adormidera acaso se fueron cebando con sus pequeños y escasos sueños de adolescente, y el monstruo de la anestesia campó a sus anchas, y definitivamente, en su corazón.

Una noche fue informada de un servicio especial en uno de los palcos sin nombre. Los distinguían así porque tras las cortinas, que siempre acababan salpicadas, se ocultaban aquellos que escogían mirar a participar. Aquello disgustaba a Estelle. La intimidad invitaba a la conversación y ella detestaba hablar, pero sobre todo que le hablasen. Resolvió concluirlo pronto. Desvestida para la ocasión, el dulce tintineo de las muchas pulseras que adornaban sus brazos y esbeltos tobillos le precedió en la penumbra. Se encontró con un hombre apenas un poco mayor que ella. La frente pronunciada y un delgado bigote acentuaban un rostro demacrado por los excesos que ella bien conocía, restando importancia a sus ojos torvos y oscuros, nublados por el alcohol. Se sentó a su lado. Él apenas le dirigió una mirada. Tomó la jarra de vino y sirvió dos vasos hasta el colmo. Sin mediar palabra él apuró el suyo hasta el fondo y de un único trago. Tras dejarlo en la mesa con un violento gesto ella hizo lo propio, imitándole. Tras el desafío hubo más silencio y tal vez algo más de complicidad. Los vasos se llenaron de nuevo repitiéndose el ritual, en el mismo orden, en tres ocasiones más.

Las fuerzas abandonaron la mano que sostenía el vaso sobre la mesa, derramando las reliquias de líquido sobre la madera oscura como una invitación. Estelle cayó al suelo y andando sobre las rodillas se acercó a él despacio, deleitándose en sus pequeños y exquisitos movimientos. Alargó el brazo y acarició su entrepierna. Descendió hacía la oscuridad y usó su boca, la lengua, concentrándose en su labor.

Notaba como el cabello le rozaba las mejillas como una caricia que sabía que no iba a recibir y que tampoco esperaba. Un pequeño mechón mojado fue el preludio. Después su cuello comenzó a recibir un ligero rocío de pequeñas gotas cálidas. Despegó sus labios soltando la pesada carga de su boca y le miró a la cara, con una pregunta escrita en su expresión.

No obtuvo respuesta y no se quedó a esperarla; decidió dejarlo a solas con su llanto. Antes de que pudiera incorporarse la cogió con fuerza de las muñecas y murmuró:

-Eres una puta. Eres una pequeña, fea, triste y oscura puta. Y nunca podría enamorarme de ti.

Estelle se zafó de él como pudo, sin rencor alguno, dejándolo a solas con su borrachera y sus demonios. Creyó entonces que nunca más volvería a pensar en él. Sin embargo, apenas unos pocos años después, mientras vomitaba ríos de sangre sobre las sábanas impregnadas esta vez por su propio sudor, en su último y febril delirio, vio de nuevo su rostro y escuchó de su cruel y torcida boca aquellas palabras inconscientes.

-Eres una puta. Pequeña. Fea. Triste. Oscura puta. Y nunca –nunca- podría enamorarme de ti.

Al hilo de la iniciativa de El Cuentacuentos

Imagen: Decrepitude

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lunes

Última metáfora.

-Un reloj de arena vacío.to_cut_a_flower__by_citizenvisuelle

-¿Roto?

-No. Vacío.

-¿Y para qué sirve?

-Lo cierto es que nunca he pensado en él como un objeto con una utilidad intrínseca. Se trata, más bien, de una alegoría metafísica en la forma de un objeto común aunque defectuoso. Si pretendiera equiparme con algún objeto de tipo práctico, llevar una espada o incluso la proverbial guadaña sería mucho más apropiado. Aunque en cualquier caso no dejaría de ser una metáfora.

-¿Una metáfora de qué?

-¿Tú qué crees?

Se observaron durante un intervalo considerable de tiempo. El desconcierto se dibujaba en el rostro de ella. Una sonrisa suficiente en el de él.

-En realidad puede ser una metáfora del todo –continuó.- Aunque existen personas con una reticencia natural ante la evidencia más sencilla. Una metáfora puede ser tan rotunda como una pirámide pero hay seres que la apartarán de su vista con la misma facilidad con la que se espanta a una mosca.

-Entiendo –dijo ella de pronto.- No hay más ciego que el que no quiere ver.

-Interesante reflexión –contestó él con una gran sonrisa.-Dadas las circunstancias, quiero decir.

-Sí. Supongo que lo es.

Accionados por lo que parecía una misma voluntad aquellas criaturas diametralmente opuestas se dispusieron a observar como las gotas de lluvia se deslizaban por el cristal de la ventana, maravillándose mientras éstas se aventuraban por los caminos más insólitos, hinchándose y adquiriendo velocidad a medida que se tropezaban unas con otras en su recorrido a través de la superficie incolora.

Fuera había caído la noche. Tal vez había dejado de llover. El silencio que afloraba entre ambos enmascaraba cualquier murmullo que no fuera el de sus propias voces, proporcionando a aquella habitación blanca una oportuna cualidad de santuario.

-¿Siempre es así?- Preguntó ella interrumpiendo el silencio.- Quiero decir ¿Esto es lo que sucede con todos? La conversación, la sensación de bienestar, de placidez, de que el tiempo no existe o que tal vez nunca haya existido… Tu aspecto, tu forma, es exacta al recuerdo que guardo de mi primer amor. Y es extraño pero… ¡Me siento tan fuerte! Podría salir de aquí y regresar a mi vida, por mi propio pie, sin la ayuda de nadie. .. Sin embargo es imposible.

-Sí. Es igual para todos excepto en los detalles –reconoció mientras se sentaba junto a ella en la cama.- Esta noche, al llegar aquí, me encontraba de un humor extraño. Charlar contigo es, por decirlo de algún modo, una decisión personal.

-¿Puedes permitírtelo?

-No veo porqué no.

De nuevo sincronizaron sus ojos. El reloj de arena descansaba en su regazo. El fino vidrio relumbraba como si la misma luz estuviera impresa en las moléculas que lo conformaban. Él lo tomó abandonándolo sobre la mesita de noche. Después, los párpados se levantaron al unísono, como un prólogo de lo que sucedería a continuación. Una fracción de piel translúcida asomaba a través de ancho cuello de la bata de hospital que ella llevaba. El dedo índice, largo y frío de él, acarició despacio aquella zona; sin temor, con una curiosidad no fingida. La sensación, en términos asequibles para una comprensión humana, podría ser descrita como una gran tormenta eléctrica condensada en apenas unos milímetros de carne. Tras un tiempo indefinible en el que aquella impresión fue creciendo en intensidad, los labios ganaron el combate a los dedos, posándose por fin allí donde antes se había clavado la mirada.

***

Justo antes del amanecer ella abrió los ojos sabiéndose sola. Se preguntó algo confusa si aquella sería la primera y última vez que podría advertir con sus sentidos embotados el otro lado del velo. Sin embargo, nada había cambiado, al menos ostensiblemente. Una pantalla emitía ráfagas de luz intermitente que atravesaban la oscuridad con la fugacidad de un rayo al son de su pausado ritmo cardíaco. Sobre ella, la bolsa de solución salina destilaba rítmicamente hacía el catéter su líquido blancuzco, franqueando los obstáculos de la aguja hipodérmica y de la más azul de las venas de su muñeca izquierda, evocándole, de forma efímera, el peculiar objeto que tanto había llamado su atención en sueños.

Miró sobre la mesita de noche. Sorprendentemente continuaba en el mismo lugar, en la misma posición, como una huella anacrónica y absurda de que sueños y realidad a veces se confunden, excepto por un detalle: alguien le había dado la vuelta.

Al hilo de la iniciativa de El Cuentacuentos

Imagen: Citizenvisuelle

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domingo

el corazón a veces no es más que un desierto

Epatage_by_KatjaFaith

La misma canción que escuchaba una y otra vez como un maldito maleficio, cuando te conocí, regresa otra vez para decirme las mismas cosas que entonces. He cambiado, has cambiado, pero mi corazón continua siendo el mismo. La esencia no aprende, y yo me he colado en la tuya aunque te pese, y tú eres parte de la mía desde que todo -todo- comenzó, y te llevaré en ella hasta el final.

imagesh Esto, caballero, aunque termine, no ha hecho más que empezar. imagesT

Enomentuvalvë, Teiwaz.

Imagen: KatjaFaith

De fondo: Falling- Lacuna Coil.

 

la jaula.

-En mi vida me han llamado de muchas maneras, pero cruel… no. Cruel nunca.

La forzó a arrodillarse. Escuchaba su voz desapasionada mientras le tensaba los nudos de las muñecas. Un escuálido hilo de sangre se deslizaba a través de su índice cayendo a la tierra, gota a gota, absorbiéndolas al instante. Tenía los ojos secos, no lloraba. Apenas atinaba a balbucear algún insulto, palabras de socorro o súplica. Tampoco rezaba. No recordaba ninguna oración, ni sabía cómo ni a quién suplicar clemencia. En algún momento durante el trayecto en el coche había comprendido que iba a morir. Atada y amordazada, en la oscuridad, todos sus pensamientos, sus emociones, se redujeron a un terror sordo que se aferraba a cada fibra de su ser, convirtiéndola en poco más que un animal asustado.

El frío penetrante de la noche la arrojó de nuevo a la realidad. Cada célula de su cuerpo despertaba con una punzada de dolor. Percibía la humedad del suelo, cada piedra, cada astilla, cada hoja seca aguijoneándole la piel de las piernas, las profundas heridas que rodeaban sus manos y tobillos, todo ese sufrimiento amortiguado por el miedo atroz. Su vista se fue acostumbrando a la oscuridad. Los árboles desnudos, como esqueletos monstruosos, extendían sus afiladas ramas hasta el cielo, gigantescos, rodeándola en una inmensa jaula espinosa.

Le resultó irónico. Aquella mañana había amanecido tan gris como el resto, pero su intuición permanecía alerta. En el metro, sus ojos y su concentración se extraviaron del libro que sujetaba pulcramente entre los dedos para reparar en la gente que atestaba el vagón. Insignificante y sosa, no lograba atraer la atención de nadie. Era un muerto viviente más entre los muchos que se dirigían pacíficamente a sus trabajos, en los que tampoco, ninguno de ellos, destacaba del resto. Su atención regresó al libro donde las frases que atravesaban las páginas se mezclaban con sus pensamientos. El corazón aumentó de ritmo, su cabeza comenzó a palpitar. El aire viciado, el calor sofocante, aquella vibración insistente que trataba de adormecer su cuerpo, la asqueaban. Una absurda idea iba y venía en su mente. En vez de descartarla, como habría hecho en cualquier otro momento, resultó ser una revelación. Nadie la echaría de menos. No tenía familia. En el trabajo encontrarían un sustituto adecuado en menos de una semana. Pocos amigos se extrañarían de su larga ausencia. Tal vez algún que otro viejo amante dejaría un par de mensajes en el contestador, desistiendo poco después por falta de interés o resultados. En unos meses se habría convertido en un recuerdo desagradable. En un año, toda huella de su paso por la tierra se habría extinguido.

Aquella certeza hizo que saliera corriendo en cuanto el tren realizó la siguiente parada. Echó a correr hacía las escaleras mecánicas percibiendo como la brisa corrompida del subterráneo le acariciaba el rostro y el cabello como unos dedos espectrales y marchitos. Respiró hondo impregnándose de esa sensación sombría. En aquel instante alguien tocó su hombro. Un hombre joven, como otro cualquiera, llevaba en las manos su libro; de otro modo no habría reparado en su olvido hasta llegar a casa. Correspondió a su sonrisa amable diciendo alguna estupidez que ya no recordaba. Horas más tarde despertaba en su cama. Confusa. Nunca antes había experimentado nada tan intenso y excitante, y la vez tan aterrador en su vida. Sintió una mezcla de miedo y euforia, de sorpresa ante sí misma. Avergonzada buscó la ropa esparcida en el suelo. Unas manos cálidas aprisionaron sus pechos mientras intentaba incorporarse.

-Suéltame. Necesito irme.

-No.

No fue una súplica. Tuvo suerte de perder la consciencia junto con la cuenta de las veces que la había forzado. En algún momento de la noche se las arregló para vestirla y meterla en el coche sin ayuda. Despertó mientras la ataba. Un involuntario gemido de dolor fue sofocado con un brutal puñetazo en la sien. Después de aquello, tan sólo el silencio amortiguado por el ruido del motor y la oscuridad tras las ventanillas.

Pero ahora su cuerpo había despertado de nuevo. Temblaba violentamente. Se sentía más lúcida y consciente de lo que lo había estado en toda su vida. Él se había situado a la altura de su rostro, escondiéndose tras la bruma del cigarro que colgaba de sus labios. Sus ojos eran dos afilados puntos de luz rojiza que se clavaban en su piel como aguijones.

-¿Por qué? – preguntó.

Tardó en contestar. Acariciaba su cuello, la curva de su mentón, casi con delicadeza.

-Porque has logrado llamar mi atención.

Empujó su rostro obligándola a mirar hacía arriba. Las ramas de los árboles mutilaban el cielo, negro, sin estrellas ni nubes, un vacío infinito y desolador. Los temblores cesaron. Hubo un insignificante movimiento. Después un destello plateado y cortante. Sus ojos, antes fijos en la oscuridad, se cerraron con fuerza, una última vez.

Ni echando a volar había escapatoria, pensó.

Al hilo de la iniciativa de El Cuentacuentos.

Fotografía: Mehmeturgut.

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Sin pies ni cabeza

Capítulo 3º. Diarios apócrifos: sobre las razones de escribir.

“Quedan tres minutos y medio para ahogar el silencio.

El pesado vuelo del ave frente a mi ventana, acompasa

su ritmo con la manecilla del reloj.

Inexorables,

tales son sus empresas.

Mucho más sencilla es la mía, que es verlas pasar”

     "Hermosa forma de ahogar el silencio –dice-. Con palabras así, no lo matas, lo exaltas" La juzga tan tonta como para no encontrar la ironía del comentario. Mal empezamos, piensa ella.

     La mira con intensidad y sonríe. Percibe como, secretamente, se cree mejor. Resta importancia a los versos, infantiles y apresurados. Comenta que le recuerdan a cierto poema de Dylan Thomas, en cuanto a cadencia y temática. Por supuesto la similitud es remota. Ella sofoca una carcajada poniendo cara de débil sorpresa: a sus ojos es la alumna y él el maestro. Como una maquinaria de precisión su cerebro encuentra otro ejercicio al que someterla, éste, todavía más interesante que el anterior. Le da otros tres minutos para forjar un microrrelato, sin pie, sin asideros, en la anárquica libertad de la hoja en blanco. Cree que este tipo de prácticas evalúan bien la capacidad de improvisación. Vuelve a mirarla con la misma intensidad estudiada. “¿Te atreves?” Pregunta. “¿Acaso tengo algo que perder?” Coge el lápiz y la libreta, y escribe.

     “Jamás se imaginó que pudiera ser así. Lo primero que llamó su atención fue la sensación de gravedad hacia la que se precipitaba su rostro. Un feroz magnetismo desprovisto de lógica la oprimía. Se vio obligada a cerrar los ojos ante la inmediatez del contacto, que imagino brusco, como el violento choque de dos metales sometidos a un empuje irrefrenable. Pero fue la humedad lo que acabó por desconcertarla. La blandura de la lengua. La liviandad de sus labios. La exquisita ligereza del primer beso.”

     Apenas dos minutos después desliza la libreta hasta su campo de visión mientras se encoge de hombros adrede. Él lee. Traga saliva. Una vez. Dos veces. La interroga: “¿Has escrito alguno de éstos antes?” Lo cierto es que no lo tiene claro, pero es bastante probable que sea el primero. Se lo hace saber. “Se nota” comenta mientras esquiva sus ojos “el tema está trillado y la estructura es hueca, y extraña.

     Ella suelta el lápiz sobre la mesa y suspira con cierto estruendo.

     “¿Qué quieres decir?”

      Tarda en contestar. Enciende un cigarro y aspira un par de veces sin perder de vista el breve relato.

     “¿Por qué escribes?- la encara. Toda intención tiene un objetivo, tú deberías encontrar el tuyo. ¿Te gusta? ¿Quieres que te lean? ¿Qué te admiren? Sea cual sea tu motivo, o aprendes el oficio o el asunto no pasará de tentativa. El estilo nace de la aplicación de una serie de técnicas que funcionan, en la práctica, mejor que otras. Quítate todos esos pájaros de la cabeza. El romanticismo, todas esas historias que no encierran acciones sino metáforas, no son más que las percepciones subjetivas de tu alter ego. Una absurda llamada de atención.”

     “¿Eso piensas?” –su tono aparenta docilidad, pero en sus ojos hay una sonrisa velada, beligerante.

    “¿Qué esperabas?- él alza la voz sin percatarse. ¿Qué cayera rendido al leer esa sarta de memeces pseudoadolescentes? No querida, estoy demasiado harto de leer relatos y poemas de aprendices y aficionados como para que los tuyos me inquieten lo más mínimo. Ninguno tiene nada que envidiarte. Ni tú a ellos.”

      La sonrisa ha desaparecido de su rostro, que permanece impasible, serio, con la mirada perdida. Él la observa de reojo, se siente culpable por haberle dado, tal vez, un baño extra de realidad. “Pero es por su bien”- se dice “Un escritor no se hace en unas semanas, ni en unos tristes ensayos en una libreta. Un escritor lo es, aunque le pese” Esos pensamientos le reconfortan y consiguen acallar su conciencia.

     Ella comienza a recoger sus cosas. Parece que la conversación literaria ha llegado a su fin. Cierra la libreta, guarda el lápiz en el bolso. Se acomoda en la silla y le mira a los ojos.

     “¿Sabes?- comenta con tranquilidad- No sé porqué escribo. Tengo la sensación de que el día que encuentre el motivo cada una de mis palabras dejará de ser auténtica. Por ahora no me importa ni ese “oficio” que resulta tan trascendente, ni que me lean. Lo único que me preocupa es encontrar esa voz que llevo dentro y que lucha por salir. Y espero, algún día, congeniar lo suficiente con ella para que lo que escriba me guste a mí. ¿Qué esperabas? ¿Tal vez darme una lección magistral sobre literatura? ¿Enseñarme algún truco de desconozco para captar la atención de un lector que ni siquiera sé si existe? Muchas gracias por todos esos consejos, los seguiré si les encuentro la utilidad. Pero tú, mejor que nadie, sabes perfectamente en qué consiste esto: es un placer solitario, una búsqueda de la propia identidad, bien porque ésta nos falta, bien porque en ocasiones nos sobrepasa. Por eso, la próxima vez que quieras echarme una mano, no conviertas tus razones en las mías, ni tus objetivos. Si de verdad quieres ayudarme invítame al cine, deambula conmigo por las calles, háblame. Quizá alguna de esas cosas me inspire, me influya o me remueva lo suficiente por dentro como para llegar a escribir algo, aunque sea tan simple como esto."

One_Caress_by_pirifool

Al hilo de la iniciativa de El Cuentacuentos

Imagen: Pirifool