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domingo

tonterida

Capítulo 2º: de cómo comprendí que un hombre será siempre “un hombre”.

Es difícil ver a un gato negro en una habitación oscura, especialmente cuando el gato no está. Lo es más todavía fingir que lo estoy buscando mientras me observas repantigado sobre las sábanas de satén que cubren tu lecho ¡Menuda imagen! Aunque ya no me afectas: cualquier excusa es buena para salir corriendo de aquí.

No hay rastro de sonrisa en tu cara pero percibo cierto deje de sarcasmo escrito en tus ojos. De acuerdo, es posible que tan sólo sea mi sentimiento de culpa, esa vergüenza malsana que se abalanza sobre mí cual mosca cojonera después de compartir cama contigo. Y digo cama, como quien dice aire, porque tú y yo nos acostamos con la armadura puesta, y de paso, una máscara oportuna que oculta la totalidad de nuestras sensaciones -podemos estar disfrutando como condenados que ya nos encargaremos de poner cara de estar viendo una entretenida partida de ajedrez.- Pero a estas alturas ¿qué esperas que te diga? Me preocupa más escapar de esta angustiosa tensión, que prácticamente se puede filetear con un cuchillo mellado, que preguntarme –o preguntarte- qué demonios estamos haciendo.

Lo reconozco, a la tarde siguiente ya me ha entrado el mono, y a eso de las cinco empiezo a ponerme de los nervios y a comerme la cabeza para encontrar alguna disculpa que contarle a mi novio y salir disparada a tu “cueva”- como a ti te gusta llamar a ese cuchitril húmedo e infecto en el que pernoctas- y como un puñetero reloj suizo, apenas cinco minutos después de ponerse el sol, me das el primer toque al móvil, y yo, aunque estoy acostumbradísima, siempre doy un salto cuando escucho el aullido de lobo que te tengo puesto de politono, mientras maldigo a las “nuevas tecnologías” y a la madre que las parió a todas juntas, y me pregunto cómo diablos te las apañabas para ligar en el pasado, porque todo eso de la telepatía y la comunicación mental no es más que superchería barata para gente que ve demasiadas películas serie B. Lo tuyo es la presión psicológica. ¿Quién necesita vestir el negro riguroso, lucir unas violáceas y favorecedoras ojeras o ser misterioso e insondable? No. Todo eso lo haces porque crees que no pertenecer a una tribu urbana definida no es nada cool -que conociéndote te pasarías la vida con las bermudas y las chanclas- a ti te basta con sacar el daguerrotipo que llevas en la cartera y en el que sales junto a Oscar Wilde, -alcoholizados perdidos, por cierto- para llevarte de calle a toda hembra que se ponga en tu camino. Y es para impresionarse, que no todos los días se cruza una con un ser de las sombras que dice tener cuatrocientos años y cuyo bautismo de sangre fue de mano de la Báthory en una de sus épicas orgías –que de épica al parecer nada, la cosa fue más de aquí te pillo aquí te mato…- Cómo para resistirse. Oportunidades así están literalmente fuera de las estadísticas, y no caer en tus tentadoras redes habría dicho muy poco a favor de mi espíritu aventurero ¡y eso sí que no!

Pero admitamos que la realidad es cuanto menos decepcionante, empezando por tus hábitos alimenticios –comer la carne poco hecha- hasta lo de tu hipersensibilidad lumínica -una excusa para tirarte sobando el día entero- por no mencionar como te pones cada vez saco el tema de la iniciación: que si es algo obsceno, que va totalmente en contra de tu política moral, que sólo te plantearías en el caso de que hubiera un compromiso profundo e inquebrantable entre nosotros… porque, por supuesto, no pierdes nunca la oportunidad de recalcarme de que eres hombre de una sola mujer. La historia tiene guasa, una se pasa la vida pensando que la vuestra es una raza de mujeriegos congénitos, cuando la verdad es que, por lo menos tú, has salido bastante moro. Y lo demás tiene un pase, pero tener que soportar cada noche una escenita de celos, amenazas y pucheritos es superior a mis fuerzas. Que una se cree que esto de encontrar un amante inmortal es un chollo, pero se parece más a una condena. Porque digo yo que, al menos en teoría, cuatrocientos años son suficientes para madurar un poco, que más de una vez he estado tentada de pedirte que me presentes a alguna de tus congéneres femeninas por si la cosa cuaja, que si es por ser eterna yo me hago del bando que haga falta.

Así que a tu gato que le den por saco, que yo me voy. Para volver, cierto. Pero al menos durante unas horas puedo agarrarme a esa sensación que me llena de una satisfacción y plenitud cercana al misticismo, diciéndome a mi misma: “nunca jamás o jamás de los jamases”… Y lo mejor de todo es que casi me lo creo.

Al hilo de la iniciativa de "El cuentacuentos"

Fotografía: Four Star Tosh

Creative Commons License
*Pido disculpas públicas por esta parida, que dedico a Carlos, porque es un encanto x) y por sugerir inconscientemente el tema.

En sueño.

La última vez que se vieron eran todavía adolescentes, niños apenas. La reconoció de forma involuntaria, como si los recuerdos se hubieran abierto paso entre las telarañas de la memoria e irrumpieran invadiendo el territorio que ahora ocupaba su figura, algo desdibujada por la oscuridad y la espesura de las ramas de los árboles, pero resuelta por la luz de la luna llena, que ayudó en el proceso imprimiendo su matiz, de esa forma tan etérea que hace que los resquicios entre la realidad y los sueños se confundan en la sutil plata de la noche. Se miraban en la distancia, y los rostros del pasado y del presente, tan dispares entre si, se confundían a sus ojos, y, a pesar del cambio, por un instante, no existía diferencia entre lo que fue y lo que era.

El tiempo, no la vida, le obligó a pasar página de aquellos lejanos sucesos, y después de todos los años transcurridos y tanto vivido, se había forzado a suponer que en la niñez la realidad no posee los límites que la vejez obliga a consentir. Y sin saber bien si lo que acudía ahora a su memoria mantendría el mismo peso en caso de suceder en aquel momento, se dejó llevar por los recuerdos, y la vio allí, como la primera vez, junto al árbol donde se conocieron.

Aquella noche la luna escondía su semblante pero las nubes parecían reflejar la luz de las estrellas, y esa claridad fantasmal le permitía avanzar por el sendero. Cuando las luces de casa se apagaban, él aguardaba pacientemente hasta escuchar la enérgica y acompasada respiración de su padre. Entonces, sigiloso, se escabullía por la ventana y daba un paseo por el camino hasta el bosque, con la estúpida esperanza de encontrarse en él con algún misterioso ser nocturno, o en su defecto, tal vez algún zorro. Cualquier cosa le servía -un leve movimiento tras un arbusto, un sonido desconocido, una extraña sombra- para que su imaginación volase y regresara a casa con la mente hirviendo de fantásticas historias sobre los pobladores de la arboleda. En sus aventuras nocturnas él dejaba de ser el niño que habitualmente era para convertirse en una criatura más adentrándose en lo desconocido. Por supuesto, el Miedo acudía en ocasiones, pero él lo afrontaba no con la aprensión normal en su edad, sino con la entereza de quien aguarda cualquier cosa que la noche le pueda ofrecer.

En aquella en particular una sensación de estar siendo observado lo acompañó mientras penetraba en la espesura. Esa inquietud hizo que se contentara antes de lo acostumbrado con la expedición nocturna y decidiera dar la vuelta y apretar el paso para llegar a casa. El silencio absoluto se rompía de vez en cuando con un aleteo denso pero fugaz procedente de las copas de los arboles que se cernían sobre su cabeza y que apenas dejaban entrever los vacios de cielo estrellado. Por más que aguzaba la vista no conseguía localizar su procedencia y, las enigmáticas sombras que se dibujaban en la tierra y la total ausencia de brisa, consiguieron impacientarlo. Abrumado por la sensación echó a correr hasta el claro donde al menos podría caminar bajo el cielo abierto. Al llegar, se apoyó en un árbol para recobrar el resuello, cerrando los ojos mientras su cuerpo se enfriaba y los latidos de su corazón se iban apaciguando poco a poco. Sonrió para sí, sintiéndose algo ridículo por el súbito acceso de adrenalina que había hecho que su imaginación se disparase, pero contento de que nadie pudiera observarle en aquel momento.

Tras un rato abrió por fin los ojos. Entonces la vio, sentada en la rama baja de un árbol próximo. En su rostro redondo dos inmensos ojos oscuros y brillantes le observaban sin apenas pestañear. Cubierta por un vestido de color gris, tal vez negro, su cuerpo se confundía con la oscuridad, al igual que su cabello. Calculó que tendrían aproximadamente la misma edad, aunque no recordaba haberla visto nunca en el pueblo o en la escuela, por lo que supuso que o bien acababa de llegar, o bien vivía en el bosque. En los segundos que siguieron, y una vez superada la sorpresa inicial, sintió la necesidad imperiosa de decirle algo, pero tuvo miedo de importunarla: se la veía tranquila sentada en aquella rama, como si formara parte de su territorio natural, quieta, sin más interés aparente que el de continuar observando al recién llegado. Por eso calló y se limitó a esperar a que ella hiciera algo. Trascurrieron lo que le parecieron horas hasta que la muchacha dejó de mirarle e hizo el primer movimiento. Bajó al suelo en un ágil salto, y sin decir palabra, se adentró entre los árboles. Él la siguió consciente de que aventurarse fuera de los senderos podía resultar peligroso, pero en un gesto que en el momento juzgó caballeroso, fue tras ella para asegurarse de que nada le ocurriese. Caminaron separados por unos metros durante gran parte de la noche. Acompañar sus pasos a través de la espesura no fue cosa fácil pero habría reemprendido mil veces el camino si le hubieran dado tal posibilidad. Secundó su silueta en silencio, siempre a una distancia acordada tácitamente, descubriendo lugares que nunca antes había visto, ni siquiera bajo la luz del sol. Flores que solo desplegaban sus pétalos en la oscuridad, zonas donde el arroyo emergía bajo la tierra para humedecer los lechos donde los arbustos crecían tan frondosos y altos como sus hermanos mayores, el rocío nocturno de la hierba y los helechos, árboles cuya envergadura proyectaba sombras que parecían alargarse hasta el sendero; todo ello sin perder nunca de vista su oscura imagen que avanzaba con una ligereza casi sobrehumana, lo que en algún momento le hizo sentir algo torpe y pesado. El tiempo pasó volando y el alba les sorprendió en lo más profundo del bosque. Ella se detuvo para observar el cielo mientras el número de estrellas menguaba con la claridad. Por primera vez desde el claro, se volvió para mirarle de nuevo a los ojos; en un sólo gesto extendió con gracia su brazo y con la punta de su dedo señaló un lugar en el horizonte. Él siguió su trayectoria con la mirada y consiguió entrever a través de las ramas una sombra lejana y oscura, su casa.

Al volver la vista había desaparecido. Contempló el vacío que había dejado su cuerpo durante unos minutos. Cuando comprendió que no volvería se encamino hacía su casa, deseando en lo más profundo encontrarla a la noche siguiente.

. .

Pero no hubo más noches como aquella, y sus paseos solitarios fueron poco a poco espaciándose con el tiempo y los años, como si después de su encuentro toda la magia condensada en aquel momento hubiera ido malográndose, junto con su inocencia y su juventud. No hubo más criaturas misteriosas, ni sonidos extraños que la noche no pudiera explicar, ni siquiera zorros surgidos de la nada. Se hizo hombre, y aunque muchas veces, al recorrer los mismos lugares casi podía percibir aquella presencia y sentirse acompañado, la sensación fue desapareciendo de forma irremediable a medida que envejecía, hasta aquel momento, en el que ya anciano, regresó al claro de madrugada. Y la vio allí de nuevo, sobre la rama baja del árbol, observándole, apenas sin pestañear. Esta vez sus viejos ojos no consiguieron embaucarlo, y donde el oscuro cabello caía sobre los hombros, ahora, un plumaje suave y grisáceo envolvía su majestuoso cuerpo, los brazos eran alas, y sus ojos de pupilas inmensas y oscuras, dorados. Se observaron durante largo rato, igual que la primera vez. De pronto ella, con un suave y ligero aleteo, cuyo sonido él creyó reconocer, echó a volar y se adentró sin más entre los árboles, y él la siguió por última vez.

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Al hilo de la iniciativa de "El cuentacuentos"

Imagen 1: AnneJulie

Imagen 2: xlagartixax

romanticismo fugaz

La oscuridad lo envolvió todo, y supo que cuando volviese la luz, todo habría cambiado a peor. Ese todo no se refería ni a personas, ni a situaciones o a circunstancias, ni siquiera a posibilidades; ese todo era un todo con cada una de sus letras clamando por la plenitud. El cambio, que afectaría a cada una de las alternativas que hubiese tomado y también las que tomase en el futuro, era consecuencia de una decisión de aquel preciso instante en que el desencanto había sido el germen, y a través de él, su vida o incluso la ausencia de la misma, alcanzaría por fin un sentido. Harta de la poesía, pues un verso tan sólo era una frase que se interrumpía en el éter y una rima una absurda cacofonía -el espejismo armónico capaz de retorcer el significado final de las palabras para satisfacer deseos estilísticos-, harta de los poetas, que le resultaban peores que su obra, presumiéndose los señores de la abstracción, como si la realidad no ejerciera sobre ellos el mismo yugo que para el resto, cuando en el fondo de sus almas escribían porque no podían evitar sentir lástima de sí mismos, anhelaba Romanticismo; pero éste llevaba muerto varios siglos. Antes un hombre, un amante, podía alcanzar tal sacudida en sus sentimientos que una única noche de rechazo hacía que la sangre corriera; ella moría en sus brazos, él la enterraba y descansaba cada noche sobre su tumba, derramando lágrimas por la ausencia, nunca por la culpa, esperando que éstas pudieran despertarla para poder yacer de nuevo con ella, hundiéndose en su carne podrida, en su blanquecina osamenta. Todo aquello ya no existía, y aunque no soñaba con ser objeto de afanes necrófilos, añoraba vivir en un mundo como aquél, tan diferente de éste, tan colmado de medias tintas y amores descafeinados, en el que incluso el sexo se había convertido en una especie de rutina agradable, digna de practicar, pero en absoluto comparable con la unión sagrada de los antiguos.

Dejaba vagar su mirada por el vagón vacío. Vacío. Versos, cartas, caricias, letras vacías. La llamaban loca. En un arrebato de violencia golpeó el cristal ante la impotencia que sentía. El mundo se encaminaba hacia esa rutina y no podía hacer nada. El metro seguía avanzando en la oscuridad, alejándose de aquella terrible sensación. Contemplaba el suelo de goma, líneas que se perdían sin huella alguna que seguir. Demasiado hastío, demasiado cansancio. Su mente se estaba rebelando con más intensidad que ella, ambas parecían querer escapar de aquel tedio. A través del cristal se podía observar como por la vía contigua se aproximaba un tren, a su vez percibió como la velocidad del suyo iba aminorando hasta que quedaron detenidos uno frente a otro, en medio de la nada, envueltos en la oscuridad.

La vio, apoyada sobre la ventana, la única persona que ocupaba aquel vagón. El silencio reinante era el universo allí condensado, ellos eran el mundo. Su mano extendida sobre el cristal, cada línea la pasión oculta, cada yema un deseo. La contemplaba, transparente peinada en sus sueños, respirando la sombra que su penumbra reflejaba. Acariciaba el momento, siendo mar el horizonte, siendo arena el suelo. Bajo sus pies se deshacía el acero, huellas de encuentro que seguía con su dedo, sobre el vaho de la emoción que sentía en aquel momento. Astillando el cristal con sus manos, retumbaban en el vagón sus gritos. Entonces ella advirtió su presencia, se miraron, sonrieron. De alguna forma percibió que la vida alcanzaba un sentido. Pero al final siempre vuelve la luz e irremediablemente los trenes comienzan a moverse. Se alejan. El destino se pone en marcha y ellos ansían detenerlo.

Fue un instante, un todo. El romanticismo vivió después de muerto.

Escrito a paxas con Ninivé, a medio camino entre Málaga, la Alhambra, su mar y mi desierto.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . Al hilo de la iniciativa de "El cuentacuentos"

Imagen: Rossonero

de finales y principios

La mano no me tiembla mientras acerco la cerilla al cigarro que cuelga de mis labios, no es que haya aprendido con el tiempo, son las circunstancias que no me han dado alternativa. La sacudo con elegancia para apagar la pequeña llama antes de que ocurra alguna catástrofe. Tú persigues mi movimiento con una leve oscilación de las pupilas, y pestañeas rápidamente: te sorprende. Eso es el tiempo, que pasa; y aunque el color de mi rostro te resulta más ceniciento y mi pelo ha perdido tal vez algo de su brillo, crees reconocerme a pesar del pequeño tatuaje que ahora adorna mi clavícula, en los lunares de mis brazos y en el sonido de mi voz que todavía está fresco en tu memoria. Entonces hablo, mirándote a los ojos, como me gustaba hacer, intentando recrear esa sensación de silencio absoluto a nuestro alrededor que antes practicábamos siempre mientras charlábamos en un café, como ahora, o sumergidos en la acogedora media luz de las velas tumbados en la cama (sin llegar a escuchar jamás aquellas canciones que yo me empeñaba cada tarde en hacer sonar para educar tu perezoso oído, ocupados en otros asuntos más trascendentes). Y tú me miras, escrutándome, sin advertir que me doy cuenta, pensando quizá “¿Es ella? ¿Realmente es ella?” Y sacudes la cabeza para tratar de apartar todo eso de tu mente, no sea que el romanticismo ataque de nuevo y yo lo perciba, no sea que todo aquello regrese para incomodarnos y acallar nuestros labios, y nuestras miradas tengan que desviarse desde los ojos a los cortados que humean sobre la mesa. Y sonríes, feliz y triste al mismo tiempo. Y yo sonrío, triste a secas. Mi mirada se despista y mis ojos comienzan a brillar, tal vez demasiado. Estoy a punto de decir algo como “te he echado de menos cada día” o tal vez “nunca había estado en este sitio”, y tú te pones a temblar, como entonces, preparándote para lo imprevisible de mi naturaleza. Pero yo callo, mirando a mi alrededor en busca de una cara, de un objeto en el lugar, que sea tan impúdicamente trivial que impida que las lágrimas estallen en mis ojos, consiguiéndolo por supuesto, pero odiando con cada partícula de mi ser ese pragmatismo irritante tuyo que tanto me coarta.

Me aclaro la garganta y cambio de tema sin necesidad de que hayamos abierto la boca, y te pregunto cómo es que en una tarde como la de hoy no tienes mejores cosas que hacer que estar con una vieja amiga a la que hace meses, tal vez años, que no ves. Te pregunto si alguien te espera. Y respondes que sí, que hay alguien esperando, pero que en este momento no deseas estar en ninguna otra parte. Y yo sonrío, feliz y triste esta vez, alegrándome de que el tiempo haya pasado, de que existan esas personas que aguardan nuestro regreso con una sonrisa en los labios. Pero apenada también, por no ser yo la que te espera, porque ya no eres tú él que me está esperando.

Al hilo de la iniciativa de "El cuentacuentos"

Imagen: kokoindigomoon

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