“El niño debe ser protegido contra toda forma de abandono, crueldad y explotación…” Los aplausos sacaron a Ann de su letargo. Echó una somnolienta mirada a su alrededor para ubicarse. La gente se había puesto en pie y aplaudía con ganas al vehemente orador. Lo observó durante un rato mientras éste miraba sonriente al público; después, contó en silencio hasta diez, cogió el abrigo y el bolso y salió de la atestada sala, intentando, más que nada por la fuerza de la costumbre, pasar desapercibida.
Mientras se dirigía a la salida el eco de sus tacones resonaba por los pasillos del edificio, sin embargo no le dio demasiada importancia; seguía siendo invisible para él, en eso nada había cambiado. Ya en la calle un coche oscuro con los cristales tintados se acercó lentamente a ella, la puerta trasera se abrió de golpe. Ann se introdujo en él sin más.
Durante unos minutos no dijo nada, miraba por la ventanilla con aire ausente intentando retrasar su informe lo máximo posible.
-¿Cómo ha ido? ¿Has visto algo?
El conductor le echó un rápido vistazo por el espejo retrovisor y esperó pacientemente una respuesta.
-Nada, cero -contestó Ann tras unos instantes-. No va a ser hoy.
-¿Entonces dejamos la vigilancia? ¿Estás segura?
-Sí, lo estoy.
Continuó mirando a través del cristal pero conocía de sobra el gesto contrariado que asomaba en el rostro de su compañero, que más por respeto que por falta de ganas, se limitó a cerrar la boca. Decidió ignorarlo, sabía perfectamente que muchos miembros del Consejo empezaban a preguntarse por qué se estaba alargando tanto aquel asunto, sobre todo cuando ella era sin duda el agente más eficiente que habían tenido durante siglos, tal vez más de lo que alcanzaba la memoria colectiva de los ancianos. Pero desde que los sueños comenzaron Ann comprendió que aquellas visiones eran diferentes, y tras un intenso combate moral en el que puso en juego todos los intereses que ella consideraba afectados, la balanza se inclinó finalmente del suyo y supo que debía actuar aprovechando los medios que el Consejo había puesto a su alcance; por una vez el altruismo debería esperar.
El coche la dejó en la puerta de su casa. Dudó unos instantes antes de entrar observando la fachada; Ann hubiera preferido algo más privado pero sus preceptores deseaban que estuviese vigilada; las visiones podían llegar en cualquier momento, y algunas eran tan violentas, tan devastadoras, que podía perder la consciencia durante horas, incluso días. Le habían asignado un par de compañeras que por turnos estaban atentas a cualquier cambio que se produjese. En ocasiones como aquella resultaba muy molesto no tener intimidad, pero lo cierto era que Ann se sentía más segura teniéndolas cerca.
Cruzó unas cuantas frases amables con Vera, una muchacha inteligente y discreta que disimulaba bastante mal la admiración que sentía por ella. Le comentó que deseaba estar a solas un rato, para descansar, que no se preocupara. Vera asintió con una dulce sonrisa y prosiguió leyendo su libro. Fue directamente a su despacho. Allí, dentro de los grandes archivadores de color negro que rodeaban la habitación se encontraban consignados todos los casos en los que había colaborado desde que apenas tenía ocho años, edad en la que se había convertido en la psíquica con más potencial registrada en los anales del Consejo.
Al principio fue como un juego, una excusa para dar forma a todas sus visiones sin que nadie la menospreciara por ello. La escuchaban y creían en ella, hacían que se sintiera especial y convencieron finalmente a sus padres para que le retiraran la fuerte medicación que tomaba para controlar, según los médicos, los súbitos ataques de epilepsia. Le costó mucho trabajo aprender a controlar sus visiones pero ellos la habían ayudado, y por encima de todo, habían hecho que comprendiera que aquel don podía ser útil, que con él podía ayudar a mucha gente, incluso salvar sus vidas. Ann, aquel ser frágil e insignificante, dedicaría su existencia a salvar la de los demás; después de una infancia llena de rechazo e incomprensión, se había agarrado a aquella idea como a un clavo ardiendo: el Consejo le había dado un sentido a su vida, una meta por la que seguir adelante.
Cuando se sentía insegura o flaqueaba, pasaba horas en su despacho observando aquellos archivadores, intentando imaginar la cantidad de vidas en las que había influido, aquello que había contribuido a crear. De alguna manera esperaba que aquellos muebles llenos de expedientes le dijeran que el mundo era un sitio un poco mejor porque existía gente como ella.
Pero este caso había resultado diferente, por primera vez durante aquellos largos años, era algo personal. Abrió la carpeta que tenía sobre el escritorio, buscó la foto del hombre entre aquellas hojas que contenían un completo dossier sobre su vida y actividades, la aferró y se aproximó a la ventana. La política del Consejo durante siglos había sido, por decirlo de algún modo, modesta en cuanto a sus expectativas. Nunca pretendieron salvar el mundo, los escasos medios con los que contaban en cada momento de la historia les obligaron priorizar. La cosa no había cambiado mucho en la actualidad; por ello, intentaban centrar su trabajo en aquellas personas cuyas visiones revelaran que su supervivencia era básica para el bien común; dicho de otra manera, personas cuyo destino marcara la diferencia, intentando de ese modo ampliar el radio de acción de su obra. Ann se obligó a ser astuta; había presentado su propuesta en la última junta realizando un sucinto resumen de sus visiones, y omitiendo, por supuesto, los detalles más importantes. En los días posteriores ninguno de los miembros del Consejo manifestó visiones al respecto. Aún así la propuesta fue aprobada, la mayoría de ellos confiaba más en precognición de Ann que en la suya propia, si ella decía que la vida de aquel hombre era importante, simplemente, lo era.
Y realmente lo era, sobre todo para Ann.
(continuará... o no :P)
Imagen: lloydhughes